(La estúpida y paleta cursilería identitaria)
Días después del terrible atentado de Al Qaeda en Nueva York y Washington del 11 de septiembre de 2001, un buen científico catalán (omitiré el nombre, aunque hemos colaborado juntos) comparó ese acto de crueldad máxima con el sucedido el mismo día, pero de 1714, como hitos nefastos para la historia de la humanidad. Recuerdo al lector que la última la fecha refiere a la entrada en Barcelona de las tropas borbónicas del duque de Berwick, al final de la guerra de sucesión española, y que ahora se conmemora como Día Nacional de Cataluña o Diada. La respuesta del reputado científico (obviamente independentista catalán) al atentado del World Trade Center y del Pentágono, tiene dos lecturas:
A) Alguien puede ser muy brillante en ciertos aspectos concretos, pero también un estúpido integral o un vendido a la línea de pensamiento dominante (como le ocurrió a Martin Heidegger con el nazismo).
B) El nacionalismo identitario no sólo es muy cursi en su sensiblería, sino que es brutalmente paleto.
Es cursi y de vagos porque su única justificación son las emociones sentimentales. Como dice mi buen amigo Joan P (un hombre sabio): si alguien se define conservador, democristiano, liberal, socialista, anarquista o comunista, debe tener un mínimo de lecturas que justifican y sustentan su adscripción ideológica; pero si uno se declara nacionalista no precisa ninguna idea qué estudiar, nada que leer, simplemente basta con que diga que es su «sentimiento».
«Es paleto porque de tanto mirarse el ombligo olvida la realidad y eleva a categoría la anécdota»
Es paleto porque de tanto mirarse el ombligo, olvida la realidad circundante y eleva a categoría lo que es mera anécdota, buscando la «identidad» por invención de disparidades a costa de manipular todo, incluso las ciencias: corrompen la biología (como los nacionalistas vascos con el concepto de Rh, o la craneología de los nazis), la historia (hablando de naciones que nunca existieron), la lengua (frente a que el principio del idioma es la comunicación humana, ellos lo usan como arma de separación), el derecho (citando «derechos históricos» o el «derecho de los territorios», como si las piedras y ríos tuvieran derechos, y olvidando los derechos civiles de toda la ciudadanía), hasta la economía (recomiendo el libro muy clarificador, Las cuentas y los cuentos de la independencia de Josep Borrell y Joan Llorach) o la cultura (empujando a que esta pierda toda visión cosmopolita y crítica con el poder).
Las consecuencias de esa cursilería paleta es que los nacionalistas siempre se arrogan la voz del pueblo, pero el problema es considerar ¿qué vale más?: ¿si el sentimiento de los independentistas o el de los españoles no independentistas que son ciudadanos de esas Comunidades, incluyendo los que tuvieron que irse de allí o incluso el del resto de los españoles que, aunque no sean independentistas, consideran a esas zonas parte de su cultura y de sus sentimientos? La solución debe ser imparcial y se basa en la Ley que nadie debe violar arguyendo sus emociones; en una sociedad democrática las situaciones pueden cambiar, pero el «derecho a decidir» es de todos, no sólo de una parte, pues la soberanía corresponde al conjunto de ciudadanos. Lógicamente, ese sentimentalismo entronca perfectamente con la emotividad «woke» y pasa a ser otra de las lacras que defiende la «nueva izquierda» postmarxista (la izquierda antigua era claramente anti-nacionalista). La principal manifestación histórica del sentimiento fue el romanticismo, pero las consecuencias de aplicar las doctrinas románticas, como forma de hacer política, no pudieron ser más terribles: desde 1850 a 1945, las continuas guerras románticas inducidas por el sentimiento arrasaron Europa y a finales del siglo XX, la experiencia de la emoción identitaria renacida en los Balcanes volvió a revivir el fantasma. De hecho, una de las principales amenazas para nuestra civilización es el «sentimiento integrista» musulmán que, desde el 11S hasta el ISIS, no cesa de causar muerte y desolación.
Por cierto, la revuelta de Rafael Casanova (finalizada con la derrota del 11 de septiembre de 1714) no era por la independencia de Cataluña sino, como en otras zonas del país, en defensa de la Casa de Habsburgo como herederos del trono de España; no fue ajusticiado después del levantamiento, pues se benefició del perdón real y terminó sus días dedicado a la abogacía. Supongo que eso ya no se relata en la Diada, pues ¿para qué hay que leer y aprender si lo que importa es el sentimiento, aunque sea lo más fácil de manipular?