Diario de León

La vocación educadora y el papel de la ética ante las reformas educativas

Publicado por
MIguel Ángel Castro Merino, profesor de Filosofía del IES Padre Isla
León

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Casi todos los docentes habrán experimentado la ilusión juvenil con la que comenzaron su andadura en el aula y la franca esperanza de poder llegar con su magisterio a todos los discípulos. En el clima actual de nuestra época esa vocación singular por educar podría ser constantemente refrenada y amenazada por la fría institución que nada entiende del calor humano, del frescor vital, de poesía y de una filosofía vital que quisiera almas y no máquinas. Así, el educador de la escuela pública (toda escuela es pública, pese a esas referencias a lo privado, de cuño marcadamente pequeñoburgués o pseudo-aristocrático) puede pasar de ser alguien con una gran capacidad de amar y de enseñar a los discípulos a convertirse en oficiante o mero trasmisor de conocimientos. Acaso, sus primeros pasos eran emocionantes, innovadores, pero, más tarde, la estructura administrativa cortó sus enormes posibilidades.

Así, tal vez, podía amar a todos los alumnos, fuera cual fuera su estrato social y, más allá de la burocracia imbécil que hoy sobreabunda con funestas consecuencias, intuía corazones rotos a los que podía acompañar en su paso por el colegio o instituto. Se diría que estos centros, cada día más, se convierten peligrosamente en campos de trabajo forzado, en vez de lugares de crecimiento vital y de auténticos espacios comunitarios. La lógica mecánica de la empresa académica, que no educadora, inexorablemente ha de producir un clima gris, mustio, apagado y, ciertamente, sin vida. El educador ha de transmutarse en personal administrativo y calificador que es tanto como condenar al artista a la esclavitud o al poeta a la represión emotiva de su sensibilidad. Por eso, si no nos cuidamos personal y comunitariamente, si se coarta nuestra espontaneidad, los profesores seremos lo que el sistema pretende: máquina, inercia, cosa, una realidad más entre realidades. Todo lo contrapuesto a lo que llamamos vida, movimiento, tensión, acción.

Creemos que es conveniente que quienes vayan a ser maestros quieran enseñar, amen educar y sepan cómo hacerlo, pese a que no sean siempre perfectos ni estén exentos de errores de los que darán cuenta, cuando se vea el pasado con perspectiva.

Ser maestro hoy en día tampoco ha de resultar fácil porque estamos envueltos en mil asuntos que nos pueden apartar de la magnífica tarea, imprescindible, de enseñar a los nuestros, a nuestros semejantes, que se las han de ver más tarde, y ya desde ahora, con duros obstáculos que se vencen mucho mejor con la educación. Por otra parte, la larga vida docente no puede estar siempre condecorada por los éxitos puesto que advertimos que somos personas y, como el resto, pasamos por inexcusables problemas vitales. Muchos de ellos, complicadísimos.

Nos parece que un profesional de la tiza y/o de la pizarra digital debe ser cálido, cercano e íntegro. Actualmente existe una excesiva deriva tecnológica, una fascinación vacua ante ella que siempre es bienvenida cuando se torna medio y no fin en sí misma. Difícilmente los jóvenes que acuden al centro escolar pueden sentirse bien y aprender si el centro no conoce sus necesidades, sus circunstancias y sus aspiraciones. Por eso la ratio por clase ha de mantenerse en grupos de, como mucho, 20 alumnos, si es que se pretende conseguir enseñanza personalizada y la tan cacareada calidad.

En principio, todos los medios son aceptables: textos, películas, manuales, pero no se ha de postergar, ni por asomo, la construcción de redes sociales que conecten a los alumnos afectivamente, la puesta en común, el debate y el enfrentamiento de tesis contrarias ante los demás. A eso lo podemos llamar ética, pero la ética es mucho más. Una «Ética», digámoslo todo, que es desconocida casi por completo por quienes hacen leyes educativas y, en general, por el gran conjunto de los ciudadanos, al no haberse educado en su estudio con el rigor que merece.

Respecto al asunto tratado, Jaspers nos ha sugerido, en densas páginas de su Ambiente espiritual de nuestro tiempo, algo de lo que nosotros denunciamos. En su descripción fenomenológica destaca un paisaje locuaz que describe cómo nos vemos obligados a comportarnos en la vida cotidiana cuando prescindimos del compromiso ético: «La regularización se impone. La tendencia a hacer las cosas como las hacen todos, a no hacerse notar». Karl Jaspers sabe que lo que denuncia como espíritu de nuestro tiempo es común a todos los tiempos, pero con otros síntomas. Por eso, la posibilidad de toda esperanza se nos muestra casi cerrada. Su análisis de tal ambiente pinta muy bien nuestro mismo presente que es, a nuestro juicio, secular. Así, expresa: «Se advierte hoy, sobre todo, la insustituible pérdida de sustancia, que aumenta sin cesar. En toda profesión se advierte, con la avalancha de los que llegan, la falta de personalidades. Por todas partes se ve la masa del tipo medio de funcionarios del aparato, aptos específicamente que le concentran y se imponen en él. La confusión debida a la posesión de casi todas las posibilidades expresivas pretéritas lleva al hombre a un desmoronamiento casi opaco. Apariencia en vez de ser, multiplicidad en vez de singularidad, verbosidad en vez de auténtica comunicación, vivencia en vez de existencia, mímica sin fin: he aquí el aspecto general».

Conviene realizar una investigación de lo que el filósofo citado y tantos otros pensadores han puesto en negro sobre blanco desde hace tiempo: el constante fraude entre lo que la vida promete y lo que ella es en puridad. En muchas ocasiones, tal y como lo hacen Heidegger y Jaspers, su truco denunciable consiste en pretender una vuelta imposible al pasado, a la Arcadia o, en el caso de ciertos filósofos políticos, a la utopía.

El profesorado es comunitariamente consciente y responsable de lo que ya intuye, pero no podrá competir frente a la impostura, la decadencia moral y la barbarie que campan por los más diversos espacios, mientras política y públicamente no se le reconozca su valer y su valor, hoy tan denostados y despreciados. El magisterio se ha de hacer valer por su verdadera valía.

El papel de los educadores es una de las piezas claves por las que los países pueden mejorar no solo el medio ecológico sino el moral. Creemos que, entre otras, sus funciones principales son ayudar a los semejantes mediante el cultivo de la inteligencia, destruir supersticiones, eliminar las ideas erróneas que campan por libre, construir una sociedad que se implica denodadamente por «la justicia social» ... Por ello resulta tan necesario dar voz al profesorado puesto que de educación solo sabe él y ninguna de las reformas, leyes o ministros podrán modificar lo que no venga de mano de su formación personal, de su riqueza sapiencial y de su arte singular.

Ahora bien, nada es gratis en esta existencia. El estudio, la investigación, ha de llevarnos a una formación filosófica de la que muchas veces nos desentendemos porque estimamos que no es misión nuestra, pero hemos de advertir que la dimensión educativa es en sí misma filosófica y no cabe escaparse de la ética que, queriendo o sin querer, enseñamos a todas horas. La formación en las ciencias del comportamiento, en la filosofía, resulta imprescindible a todo educador que se trasforma en liberador de tanta servidumbre.

Las cadenas que atan a los esclavos de Platón en su Mito de la Caverna pueden ser rotas o no. Si se quiere educar universalmente, se nos han de enseñar en el colegio y en el instituto las herramientas más eficaces para ayudarnos a tal tarea emancipadora y no sería justo dejarlas sin uso. El fruto de la educación es la mejora social y, como decía la brillante filósofa y obrera Simone Weil, el descubrimiento de que «los demás no son criaturas de nuestra imaginación». Entonces, poco tendrá que ver la educación con competir en Saber y ganar dinero.

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