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Publicado por
Matías González, sociólogo
León

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El presidente del Banco Central de los Estados Unidos (Reserva Federal) descubrió a finales de los noventa, cual nuevo Asurancetórix,  una pócima mágica que ha permitido salvaguardar la estabilidad básica del capitalismo global hasta el corona virus.

La pócima consintió en inundar, primero, los mercados financieros con montañas de dinero artificial, el creado por las impresoras de los bancos centrales, nunca antes vistas y al que se llamó con ínfulas literarias «quantitave easing». Y, después, obsequiando a los  contribuyentes con  cheques al portador  para hacer frente a las penurias ocasionadas por el coronavirus, en Japón y EE UU o respaldando masivos programas de ayudas sociales, en Europa y Latinoamérica.

Esta estrategia hubiera sido impensable veinte años atrás, con las reglas más estrictas  del capitalismo que  competía con el comunismo de la Unión Soviética por la hegemonía planetaria.

Pero a finales de los noventa la URSS ya no existe y la inflación se toma por un dragón sin colmillos, así  que los patriarcas de la FED se atrevieron a dar ese salto en el vacío.

Los más sensatos se asustaron pero la pócima les funcionó a los cirujanos del tinglao , y permitió salvar al paciente de las crisis de 2000,  de 2008 y de 2020, inyectando cantidades cada vez mayores de billetes de papel en los mercados de deuda, tanto soberana como corporativa, las bolsas, las familias y las empresas. 

Esta práctica ha sido imitada con alegría por todos los bancos centrales del mundo y así entramos en esa fase que muchos llaman narco-capitalismo porque es esa  adicción narcótica de las economías a los «chutes» periódicos de  dinero del banco central la que sostiene los precios de los activos del mercado. Una situación  que se sostiene sobre unos pilares tan absurdos como que es el Banco Central de cada país el que compra la deuda del Estado de ese país con el dinero que imprime de la nada. Y la Bolsa de Valores ya no es el termómetro que avisa de la temperatura de la economía,  sino el  motor que la impulsa.

En la última crisis del paciente, la  del coronavirus, estamos viendo como la respuesta de los bancos es la misma y cada vez inyectan más dinero en la economía, a través de compras de deuda o invirtiendo, si es preciso,  en las empresas en situación de bancarrota. Esto hace pensar que en una crisis duradera, los bancos centrales se acabarían adueñando de la mayoría de las acciones de la mayoría de las empresas que cotizan en las Bolsas, lo que convertiría al estado en su propietario, es decir una especie de nacionalización por la puerta de atrás.

Como la soberanía  de los estados es lo único que sostiene la confianza de los inversores y evita por el momento el colapso  de sus  deudas, cada vez mayores,  no es disparatada la idea de  que nos encaminamos hacia esa situación de absorción del mercado por parte de los Estados, en un plazo más breve que largo. En marzo de 2020, el Banco de Japón ya reconoció ser dueño del 73 por ciento de los fondos que invierten en acciones locales. Si a eso le unimos dos fenómenos más, conexos,  como la creciente carga tributaria que sufren los ciudadanos y la no menos creciente subvención económica a los estratos menos productivos, nos avalan la creencia de que vamos sin remedio hacia el modelo chino, un capitalismo de fachada,  con el Estado como soporte de todo. Esto es, comunismo «a palo seco», sin anteojeras ideológicas