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Davos: al capital-comunismo... por la puerta de atrás

Publicado por
Matías González, sociólogo
León

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Los jerarcas del Mundo se juntaron de nuevo en la Corte de Avalon —quiero decir Davos— para buscar las fórmulas mágicas que les permitan mantener sus megafortunas personales y simular a la vez una hondísima  preocupación por la quebrada salud del planeta. Algo así como la antigua búsqueda del Santo Grial por los paladines de la Tabla Redonda, que redimiría al mundo medieval de sus obscenas miserias bajo el amparo del invencible espadón de King Arthur. El titular del cetro de Avalon —digo Davos—   es incierto porque el pobre Arturo se mantiene discreto en un segundo plano una vez que la traición de su amada Ginevra es un hecho pregonado. Así que sus caballeros se pavonean sin recato ante la mesa, que no sé si redonda,  donde se prodigan las viandas más gourmet de la huerta, posan triunfantes ante los reporteros gráficos en los call-room  ultra-VIP, firman en las sobremesas orondos contratos privados y bostezan en las salas de audiencia, escuchando las vacuas proclamas de los oradores. No me entretendré en recordar sus nombres porque han estado en todos los titulares. 

No creo que esta coyunda pueda considerarse una conjura —como pregonan los conspiranoicos de la Conspiradera— a lo sumo un vulgar lobby de «bolsillos poderosos» que quieren modelar el mundo futuro a su personal conveniencia. ¿Pero no es eso lo que pretendemos todos los mortales? Pero ya antes de la famosa Agenda 2030 que resume la paleta de objetivos de los «conspiradores», uno de sus componentes más conspicuos, hoy ya retirado por razones de edad, Pontifex Maximus de la Reserva Federal en los años 90, descubrió, cual revivido Mago Merlín,  un  mágica ungüento que ha permitido salvaguardar la estabilidad básica del capitalismo global hasta el corona virus.

La pócima consintió en inundar, primero, los mercados financieros con riadas gigantescas de dinero artificial, el creado por las impresoras de los bancos centrales, y al que se llamó con ínfulas literarias «quantitave easing». Y, después, obsequiando a los  contribuyentes con cheques al portador para hacer frente a las penurias ocasionadas por el coronavirus, en Japón y EE UU o respaldando masivos programas de ayudas sociales, en Europa y Latinoamérica.

Esta estrategia hubiera sido impensable veinte años atrás, con las  reglas más estrictas  del capitalismo que  competía con el comunismo de la Unión Soviética por la hegemonía planetaria. Pero a finales de los 90 la URSS ya no existe y la inflación se toma por un dragón sin colmillos, así que los patriarcas de la Fed se atrevieron a dar ese salto en el vacío. Los más sensatos se asustaron pero la pócima les funcionó a los cirujanos del «tinglao», y permitió salvar al paciente de las crisis del 2000, del 2008 y del 2020, inyectando cantidades cada vez mayores de billetes de papel en los mercados de deuda, tanto soberana como corporativa, las Bolsas, las familias y las empresas.

Esta práctica ha sido imitada con alegría por todos los bancos centrales del mundo y así entramos en esa fase que muchos llaman narco-capitalismo porque es esa  adicción narcótica de las economías  a  los «chutes» periódicos de  dinero del banco central la que sostiene los precios de los activos del mercado. Una situación  que se sostiene sobre unos pilares tan absurdos como que es el Banco Central de cada país el que compra la Deuda del Estado de ese país con el dinero que imprime de la nada. Y la Bolsa de Valores ya no es el termómetro que avisa de la temperatura de la economía, sino el  motor que la impulsa.

En la última crisis del paciente, la  del coronavirus, estamos viendo como la respuesta de los bancos es la misma y cada vez inyectan más dinero en la economía, a través de compras de deuda o invirtiendo, si es preciso, en las empresas en situación de bancarrota. Esto hace pensar que en una crisis duradera, los bancos centrales se acabarían adueñando de la mayoría de las acciones de la mayoría de las empresas que cotizan en las Bolsas, lo que convertiría al estado en su propietario, es decir una especie de nacionalización por la puerta de atrás.

Como la soberanía  de los estados es lo único que sostiene la confianza de los inversores y evita por el momento el colapso  de sus  deudas, cada vez mayores,  no es disparatada la idea de  que nos encaminamos hacia esa situación de absorción del Mercado por parte de los Estados, en un plazo más breve que largo. En marzo de 2020, el Banco de Japón ya reconoció ser dueño del 73 por ciento de los Fondos que invierten en acciones locales. Si a eso  unimos dos fenómenos conexos,  como la creciente carga tributaria que sufren los ciudadanos —que algunos llaman «infierno fiscal» y la no menos creciente subvención económica a los estratos menos productivos, o sea el ultraestado de Bienestar— nos avalan la creencia de que vamos sin remedio hacia el modelo chinesco: un libre mercantilismo de fachada que permite amasar fortunas privadas a los más espabilados pero  con el Estado  como soporte y vigía de Todo y de tod@s.

Esto es, comunismo «a palo seco», sin anteojeras ideológicas, donde,  como pregona la Agenda 2030 «no tendrás nada pero serás feliz». ¿Verdad que todo cuadra?