Diario de León
Publicado por
Manuel Garrido, escritor
León

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El libro se titula Las cosas de aquí y su autor es Andrés Martínez Oria, astorgano con una obra ya bien nutrida a sus espaldas, entre narrativa (cinco novelas) y cuatro libros de viaje o «de andar y ver», que diría Ortega, además de poesía y teatro. En una pequeña nota tras un prólogo muy bien traído, el autor tilda franciscanamente los textos que siguen de menudencias. Así será, si él lo dice, pero al menos a mis ojos y tamaño aparte, se yerguen pletóricos de emoción y plenos de sentido y sentimiento.

Las presuntas menudencias definen un «corpus», dicho en grandílocua manera pedantuela, integrado por 108 textículos que van en las páginas impares bajo un rótulo referido a una «cosa» de la vida y el mundo cotidianos del autor: herramienta, vestido, flor, apero, mueble, edificio… Son notas, impresiones, evocaciones, etc., vehiculadas por una prosa de suave aliento poético, a veces con un toque de melancolía; «cómo duelen esos objetos que lo fueron todo y son nada», escribe en la nota Banco. Su intención así confesada en el prólogo es que esas notas pudieran permanecer «como un fulgor, aun siendo leve». Pongamos estas otras dos pinceladas «fulgurantes»; en Tarro de miel: «Las tardes amarillas y el sol de aquel día en el tarro de miel»; y en Chimenea: «… el regreso al hogar al concluir el día (…) y la melancolía virgiliana que lleva en sí mismo el atardecer».

Todos los textos, y esta es otra reseñable característica de este libro singular, van coronados por el dibujo del objeto correspondiente, obra del pintor y dibujante Sendo. Tenemos así dos enfoques de la cosa en cuestión, de modo que nuestros ojos bailan de uno a otro buscando en cada uno su emoción propia, que así sale multiplicada de la página. Sendo quiso pues poner a las cosas de Andrés su corona magnífica, a la que no le pasará lo que Meleagro de Gadara dice de la de su amada Heliodora: «El calor de la fiesta marchitó su guirnalda;/ ella sonríe, rosa, bajo las rosas mustias».

En la anotación Monte proclama su decisión de quedarse «para siempre aquí. Entre mis cosas». Así pues, todo adquiere sentido partiendo de ese adverbio tan inocente y «local», pero en realidad mucho más que un simple adverbio de lugar, si pensamos que ese lugar es asiento de los pies, pero también del corazón con su trastienda. Por lo demás, al decir «aquí», imaginamos a Andrés nuevo caballero de la mano, no en el pecho, sino indicando el pecho y su trasfondo radical.

Recuerdo ahora a Miguel Torga, el escritor portugués nativo de Tras os Montes, tierra hermana en el ámbito del antiguo reino leonés. Su apellido es pseudónimo que vale por tuérgano, raíz del brezo, tal como se dice en Maragatería y Bierzo (pero no en Sanabria y Cabrera, donde es cepo); he aquí un escritor verdaderamente enraizado. Fue en su juventud un trotamundos, para finalmente establecerse en Coimbra como médico. A partir de entonces volvió siempre a la casa natal en San Martinho de Anta, donde murió en 1994. Desde 1932 llevó un diario hasta el final de su vida. El día 5 de marzo de 1935 escribió: «… El lenguaje que mi sangre entiende es el de aquí. La comida que me estómago desea es la de aquí. El suelo que mis pies saben pisar es el de aquí…».

Mucho más cerca tenemos otro ejemplo de adverbio equivalente. Está en el terceto 206 de la Carta perdida a Pablo Neruda de Leopoldo Panero y dice así: «Nací en Astorga el novecientos nueve/ y allí quiero morir, en mi remanso/ familiar, a dos metros de la nieve». Recordemos que Panero escribe en Madrid, de ahí esa variación, que no afecta a la esencia: aquí, allí, es Astorga, pero también remanso, es decir, un lugar y su trasfondo, el sustento, la raíz; el mismo adverbio de Torga. Pero este, tras las palabras que citaba (y que iban antecedidas de esta confesión: «¡Cómo se pierde uno!»), añadía con un toque desolado: «Y no obstante, yo ya no soy de aquí. Soy como esos árboles trasplantados, que no gozan de buena salud en el nuevo suelo, pero que se mueren si vuelven a su tierra natal». Porque el aquí, el suelo natal es el paraíso, y todo paraíso desde Edén es perdido, o no sería paraíso.

Precisamente uno de los libros mayores de Andrés es Jardín perdido, donde recrea el mundo atormentado de la familia de nuestro gran poeta, su propio jardín o paraíso también perdido.

Entre los 108 textos sobre otros tantos términos o cosas se han colado dos que podrían ser considerados como la manzana del paraíso perdido: Iphone («Nieva sobre estos nombres y cosas de ahora») y Tableta gráfica («El mundo virtual, mientras se nos escapa el otro»), que resultan absolutamente extraños, distorsionadores al lado del resto, todos corrientes y tradicionales. He aquí la manzana de la expulsión: quien la come, ya no es de «aquí», árbol trasplantado a otra tierra.

Sendo murió al poco tiempo de concluidos sus dibujos y ahora el autor desea que este sea «un libro compartido por dos amigos que se querían». Y tal vez por eso de pronto me ha parecido ver que aquí es el texto el que ilustra el dibujo y no, según lo sólito, al revés. La mano que decía del caballero apunta también al «lugar» de su dolor por la pérdida de Sendo. Y comprendemos: A la postre las «cosas de aquí» son eso que compartieron dos amigos, y ahora uno de ellos ya no está.

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