La patología del ser
Tengo un amigo que se ha vuelto pesimista y descreído con el tiempo, me parece a mí. El otro día me dio la turra afirmando que el ser humano es un ser degenerado. Y añadió, citando a un filósofo existencialista, que el hombre era una pasión inútil. A esa conclusión había llegado, según él, tras observar detenidamente la historia del hombre en cuestión, tratando de convencerme de lo acertado de sus planteamientos. Es lo que tienen los convencidos que tratan de convencer, que es una forma de convencerse a sí mismos de sus convicciones…
Yo, que soy más bien de la opinión socrática de que «solo sé que no sé nada» y me adhiero al agnosticismo filosófico mientras no se demuestre lo contrario, trataba de introducir elementos de discusión, ampliar los argumentos para llegar a un correcto diagnóstico. Lo del diagnóstico es producto de una deformación profesional, más que un planteamiento filosófico, realmente. Pero, nada, mi amigo seguía erre que erre con su teoría. Llegó a aseverar, muy campanudo y contundente: el ser humano es un ser patológico, te lo digo yo. Ese «te lo digo yo» era como un broche final que no admitía discusión alguna. Pero yo que no admito, así como así, un diagnóstico patológico sin antes valorar los signos y los síntomas (de nuevo la contaminación profesional), le conminé a desarrollar su tesis o sus hipótesis.
Fue entonces cuando me soltó: Mira, chaval (esa forma de calificarme tiene un origen muy antiguo, desde que éramos niños, pues siendo él algo mayor que yo se permitía una cierta superioridad moral, como la de un hermano mayor o algo así), no te voy a explicar pormenorizadamente todo el proceso que me ha conducido a las conclusiones porque sería muy largo.
Yo, agarrado a mi agnosticismo, sospechaba que mi amigo se escabullía porque, en el fondo, no tenía argumentos demostrables para justificar las conclusiones. Por eso, y en un plan irónico apenas perceptible, le interrumpí soltándole: no te preocupes por el tiempo. Estoy dispuesto a escucharte todo el que haga falta. Nos conocíamos demasiado y él detectaba enseguida mi forma de incordiarle «cordialmente».
—Qué «jodío» y perfeccionista eres, siempre puntilloso y quisquilloso, lo que denota que eres inseguro, me lanzó tratando de descolocarme. Pero él sabía de sobra que yo encajaba esas andanadas sin despeinarme. Por eso añadió: Mira, hay cosas que no necesitan demostrarse porque son una verdad por sí mismas, pero que tú las pones en duda porque eres un insatisfecho por naturaleza.
Me eché a reír ante la endeblez de su argumento. Nos conocíamos demasiado. Quizás yo le conocía a él más que él a mí porque yo dudaba de casi todo mientras que él se lanzaba muy convencido por lo que él denominaba la intuición o el conocimiento innato. El caso es que es muy inteligente, aunque a veces dé respuestas aparentemente simples y muy concretas, como en aquella ocasión en clase de filosofía, siendo adolescentes, cuando el profesor nos planteó describir la representación mental de la nada (a mí se me ocurrió responder que si no había nada tampoco podía existir representación mental alguna). Él, que estaba entretenido con una navaja con la que fabricaba silbatos y figurillas de madera, respondió: para mí, la nada es una navaja sin mango a la que le falta la hoja. Era ingenioso y no le importaba las risas que provocaban sus ocurrencias. Algo parecido se le ocurrió contestar en otra ocasión en una clase de ciencias sobre la evolución de las especies, cuando se planteó para qué tenían las jirafas el cuello tan largo. Él respondió, muy cachondo: para llegar a la cabeza.
Dejando aparte esta digresión, volvamos a lo central del tema. El planteamiento de un ser degenerado (o patológico) exige, por principio, el del ser normal, es decir anterior a la degeneración. Mi amigo, más reflexivo ya, escogió como referencia, para argumentar su teoría, a diferentes animales describiendo con finura sus cualidades, tendencias, conservación de la especie, etc. e incluso la alegría de estar vivos por desconocimiento, según los sabios, de la muerte. Luego le dio un repaso a la humanidad, desde que supuestamente le surgió sin saber ni cómo ni cuándo en su evolución, y por supuesto no admitiendo el creacionismo divino, la llamada razón y la conciencia de ser y otras facultades mentales superiores. Que eso, hoy por hoy, es un misterio sin resolver. Y esas capacidades y potencialidades le han pervertido, amigo mío, afirmó. Lo que podría haber supuesto una liberación y una comunión exquisita con el cosmos (aquí se puso solemne) derivó en una catástrofe, créeme. La prueba la tienes en la historia truculenta de guerras, de abusos, de exterminio entre los propios hermanos, entre los propios componentes de la misma sociedad, de la rebelión en contra de las leyes de la naturaleza a la que agreden como si estuvieran poseídos por un instinto de destrucción de su propia madre. Una pena, una desgracia, amigo mío, concluyó, dolorido.
Me dolía su dolor. Quizás por eso, para contrarrestar su pesimismo, susurré: también existe la amistad, el amor, el arte, la alegría de vivir.
Sus ojos brillaron de una forma especial, y su mirada, si no hubiera existido una amistad sincera entre nosotros, la habría calificado de agresiva, como si con mis palabras le hubiera herido, le hubiera descalificado de un plumazo. Se rehízo pronto y, simplemente, susurró: eso me reafirma en lo de la pasión inútil. Luego añadió: Es cierto lo que apuntas, pero todo eso que se puede calificar de sublime, de transcendente en el mejor de los sentidos, me temo que no haya cambiado el resultado del ser, acaso solamente de suavizar la agonía, la tragedia provocada por la degeneración. Le acompañé en el silencio que siguió a su disertación. Luego le sugerí: Lo mismo que, según tu planteamiento, el ser humano degeneró, podría ocurrir que se regenerase, ¿No? Él me miró dulcemente y respondió: Tú, siempre en la línea de ser muy agnóstico, muy de solo saber que no sabes nada y luego escogiste una profesión para tratar de resolver aspectos de la degeneración, de la patología del ser humano. Ya no sé si eres un romántico o un iluso o, y perdóname, un despistado perdido. No me sentí maltratado por sus palabras. Sabía que tampoco era su intención. Le sonreí.
Él retomó su discurso: Se ha intentado de varias maneras, recurriendo a Dios y dioses con sus religiones y mitologías correspondientes. Los filósofos más sabios (aunque a menudo se contradicen entre sí, lo cual me hace dudar de su sabiduría) se han «estrujado las meninges» tratando de dar alguna solución al problema. La Ciencia sigue empeñada en resolver el enigma. Y, sin embargo, el odio, la agresión, todos los pecados capitales, el abuso, la corrupción política y, en gran parte, la social siguen predominando en el discurrir de la vida humana. No me sirve el discurso de las bienaventuranzas. Hasta ahora nada ha dado resultado realmente.
Hasta ahora, remaché. Nos queda la manipulación, la ingeniería genética que potenciaría los genes del amor y de la paz, y eliminarían los del odio y la destrucción.
Quizás eso, «pequeño Sócrates» agnóstico, me respondió cariñosamente.