El giro emocional de la historia
Los intelectuales, por lo general, han acostumbrado a suponer que el ser humano es racional y actúa en función de intereses tangibles, como los económicos. En los últimos años, sin embargo, asistimos a un redescubrimiento de lo emocional, con todo lo que ello supone de enriquecimiento para nuestra comprensión de lo que sucedió en otros tiempos.
En El deseo interminable (Ariel, 2022), el filósofo José Antonio Marina se acerca a la historia universal con el objetivo de desentrañar las motivaciones de nuestros antepasados. Las pasiones han determinado el curso de los acontecimientos, tal como evidencian conflictos armados incomprensibles sin factores como el temor o el odio.
Entre tanto, muchos seres humanos se han movido por una permanente aspiración de ir más allá de sus posibilidades. Mientras unos se conformaban con el dinero, otros aspiraban a la gloria a través de una gran empresa que debía ser complicada para que supusiera un desafío digno de superarse. De esta forma, la lucha, como bien supo ver Karl Marx, se convertía en un pasaporte a la felicidad. En cualquier caso, la dimensión afectiva ha resultado determinante, tanto que contribuye a explicar que personas inteligentes acaben cometiendo asombrosas tonterías.
Otro recorrido histórico desde el punto de vista emocional es el que nos brinda Richard Firth-Godbehere en Homo Emoticus (Salamandra, 2022), donde también se insiste en el carácter ambivalente de los sentimientos. Pueden constituir, por un lado, la base de la búsqueda del conocimiento y de la riqueza, pero, por otro, su fuerza oscura puede desatar catástrofes violentas. Hablamos, tanto en un supuesto como en el otro, de construcciones culturales que varían según la época y el lugar. Son siempre imprescindibles para entender por qué hacemos lo que hacemos.
A la hora de tomar decisiones, la razón y la emoción no pueden separarse. La razón desprovista de emociones no nos conduce, como tantos piensan, a un mundo más pacífico sino a ciertas formas de enfermedad mental, las que nos impiden empatizar con el prójimo. Cualquiera que haya visto la serie Big Bang Theory recordara que Sheldon Cooper, pese a su elevado coeficiente de inteligencia, resulta bastante inepto para las relaciones humanas.
¿Sacan las guerras lo peor que hay en nosotros? El sentido común nos dice que sí, pero un libro tan audaz como sorprendente desafía la arraigada noción de que nuestra especie es egoísta por naturaleza.
En Dignos de ser humanos (Anagrama, 2021), Rutger Bregman nos cuenta que no es cierto que las situaciones de crisis provoquen el hundimiento de la civilización, de manera que todo degenere en un sálvese quien pueda.
Así, mientras los aviones de Hitler bombardeaban Inglaterra en 1940, la gente exhibió su dimensión más solidaria. Los ciudadanos, lejos de traumatizarse, aprendieron a vivir aquellas circunstancias difíciles incluso con humor. La salud mental, en lugar de experimentar un retroceso, experimentó una insólita mejoría: «Descendió el consumo del alcohol y se cometieron menos suicidios que en tiempos de paz».
La voluntad de resistencia de los británicos no se quebró. Sucedió, contra lo que esperaban los nazis, todo lo contrario. Aunque ningún estudio científico ha conseguido probar que los bombardeos socaven la moral de la población, desde 1940 se ha insistido una y otra vez en esta estrategia destructiva y cruel.
Fue lo que hizo, por ejemplo, Estados Unidos en Vietnam. Sus resultados fueron igualmente contraproducentes porque sus enemigos también aprendieron a endurecerse ante la adversidad.
Bregman argumenta con solidez que la mayoría de la gente es buena, al contrario de lo que supone una ideología pesimista disfrazada de realismo. Si los poderosos temen que un desastre nos haga retroceder hasta la barbarie, es porque son ellos los verdaderos egoístas y por eso piensan que el resto del mundo también es así. Desde esta perspectiva, los hechos comprobados darían la razón a los idealistas, no a los cínicos.
La literatura histórica disponible demuestra que las condiciones objetivas no lo son todo. También tiene un enorme poder la manera en que afrontamos los obstáculos. En La gran evasión, poco antes de morir, el personaje de Richard Attenborough dice que nunca había sido tan feliz como en el campo de prisioneros nazi. ¿Se ha vuelto, tal vez, loco? ¿Cómo puede decir algo en apariencia tan descabellado a propósito de un lugar tan horrible? Sus palabras resultan, en realidad, muy fáciles de entender. Mientras organizaba la fuga de sus compañeros, participaba en un proyecto colectivo y eso daba sentido a su vida. Tenía la sensación de que caminaba en una dirección en lugar de levantarse cada mañana sin ningún propósito.
Se trata, sí, de un ejemplo de ficción, pero la historia nos muestra que la vida de cada día está llena de casos similares. Fueron muchas las personas que recordaban la Segunda Guerra Mundial como un tiempo dichoso, en el que se combatía por una causa justa, frente la existencia prosaica y materialista que vendría después.