Diario de León

Centrales de biomasa: riesgo del clima y la salud

Publicado por
Antonio Gómez
León

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La necesidad de abandonar la extracción insostenible de recursos se hace más urgente cada día que pasa. El cambio climático, provocado por la emisión a la atmosfera de gases de efecto invernadero, se ha disparado desde la gran aceleración de los años 50 del siglo pasado, cuando el crecimiento industrial y el incremento del transporte modificaron sustancialmente las formas de vida y de habitar el planeta. A la hora de escribir este artículo, la concentración de dióxido de carbono en la atmósfera terrestre ha alcanzado las 422.68 ppm (partes por millón). Sin embargo, en 800.000 años de historia climática, los niveles de CO2 nunca superaron las 300 ppm. En uno de los años más secos y con menos precipitaciones en forma de nieve, se anuncian, en pleno mes de abril temperaturas cercanas a los 40º en varios puntos de la península.

En este contexto, cuando los organismos internacionales, a través de los informes del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático de la ONU sobre el calentamiento global, nos alertan de que debemos de cambiar nuestra forma de consumir y de vivir, nos bombardean con el mantra de energías falsamente renovables que nos van a permitir vivir con el mismo nivel de despilfarro energético del que «hemos disfrutado» las décadas pasadas.

Así se nos presentan las industrias de la bioenergía y los biocombustibles como sustitutos del carbón y del petróleo fundamentalmente, cuando la realidad es que operan utilizando la misma ideología extractiva que nos ha llevado a esta calamitosa situación.

La biomasa procede de materia orgánica que, como todos los seres vivos, contiene carbono, y cuando se incinera, ese carbono se libera a la atmósfera en forma de dióxido de carbono. De forma que el uso de biomasa (material vegetal) para crear bioenergía (para calefacción o electricidad) y biocombustibles (para el transporte) es también responsable del aumento de los niveles de dióxido de carbono (CO2) y de la destrucción del medio ambiente, incluso desde mucho antes de que se produzca su combustión (su extracción y transporte hasta las calderas ya está produciendo emisiones).

Curiosamente, aunque las campañas de marketing de la industria utilizan el término «bio» para dar impresión de neutralidad, es puro marketing verde. Hoy sabemos que quemar madera para producir energía emite entre un 30 y un 50% más de carbono por unidad de energía que quemar carbón. Aparte del ecocidio que supone la tala de bosques autóctonos, ricos en biodiversidad, sumideros naturales de carbono que, de otro modo, estarían extrayendo dióxido de carbono de la atmósfera. Su sustitución por «bosques falsos» (plantaciones de árboles de rápido crecimiento) agrava los problemas ya que estos monocultivos no pueden retener tanto carbono como los bosques antiguos, además de ser más propensos a los incendios, no mantener la diversidad de los bosques autóctonos y agotar los nutrientes del suelo.

Respecto a los efectos de la combustión de madera sobre la salud, las investigaciones avanzan, y cada vez son más concluyentes. Aunque la madera puede emitir menos mercurio y azufre que el carbón, emite más partículas nocivas y más óxidos de nitrógeno. Las comunidades que viven cerca de las centrales de biomasa presentan graves problemas pulmonares y cardiacos, defectos congénitos, enfermedades neurodegenerativas, aparte de incremento de determinados tipos de cáncer o problemas pediátricos.

Una reciente investigación realizada en EE UU, para evaluar lo ocurrido tras la sustitución de las centrales de carbón por centrales de biomasa, demuestra que, a partir de 2017, los impactos en la salud de la combustión de biomasa y madera son mayores que la combustión de carbón y gas individualmente. Así, a nivel estatal, la combustión de biomasa y madera ha suplantado al carbón como principales fuentes de impacto en la mortalidad por combustión de combustibles en muchos estados, cuantificando en un mínimo de 18.000 las muertes evitables. Y esto subestimando los daños para la salud debidos a la exposición a la contaminación del aire interior de las estufas de leña.

Por tanto, tanto sustituir un combustible de combustión por otro, incluso aunque el marketing clasifique al nuevo combustible como «neutro en carbono», no es un camino acertado para el bien común. Las consecuencias para el medio ambiente serán las contrarias de las que nos pide el sentido común: aumentará la contaminación atmosférica y añadiremos nuestro granito de arena al incremento del calentamiento global. Respecto a la salud de las poblaciones cercanas, aparte de los problemas de justicia ambiental en torno a sus ubicaciones, no hay límites de seguridad, hay estudios de dispersión de contaminantes en incineradoras que demuestran afectación en áreas de hasta decenas de kilómetros alrededor de las instalaciones.

Lo sensato es tener en cuenta tanto el clima como la salud pública. Aceptemos la realidad de la contraproductividad: superados determinados niveles de consumo, el incremento de recursos no produce una mejora de las condiciones de vida, sino lo contrario. Es imperativo un decrecimiento justo, decidido entre todos, y que tenga en cuenta en primer lugar el mantenimiento de los servicios básicos para la comunidad. Esto no implica retrotraernos al neolítico, podemos vivir con mucha menos energía y con toda seguridad más felices. En cuanto a la salud, apliquemos un principio fundamental, «prevenir lo que no sabemos curar». Hagamos por tanto una verdadera prevención primaria de una gran parte de la carga de enfermedad. No planifiquemos enfermedad y muerte a sabiendas, solo por garantizar los intereses económicos de una minoría.

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