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Alo largo de mi trayectoria profesional y vital, he conocido a infinidad de personas y algún que otro personaje. Porque si bien toda persona lleva su máscara, su otro yo, articulada a ciertas identificaciones que le proporcionan seguridad con respecto a quién es, el personaje lleva esta cuestión hasta el espejismo de la hipérbole, pretendiendo escenificar en cada paso ese alter ego que, atentamente, le empuja hacia un horizonte ideal, siempre imposible. De ahí su propia conducta épica pero también el drama que destila su existencia.

En cierto modo, los personajes pulen su creación, de manera inconsciente, de diferentes formas y contenidos, cimentando una figura extraña en la mirada de los demás, como si estos mismos captaran sin poder enunciar el por qué de toda esa extravagancia de guiños, de supuesta falsedad. Hay así, cierto barroquismo exagerado en sus poses o actuaciones diarias, que hace pensar, que su puesta en escena a la luz del día guarda un mensaje, pero también un secreto que él mismo desconoce.

De todos estos personajes cuya llamarada de atención tiene que ver con esa fuga de la vida cotidiana que imponen, me detendré un momento en la fisionomía del aventurero, del hombre incapaz de asentar en un mismo lugar, el cuerpo y el alma.

Son seres que siempre se han visto invadidos por la necesidad del cambio, de la marcha, de la aventura hacia una lejanía sin definir por completo. Desde la infancia podían soñar con paraísos extraños a los ojos de los demás, o profesiones que les empujaran a encontrar, en recónditos parajes, no se sabe muy bien qué cosa.

Para las personas supuestamente «normales», que suelen portar una máscara mucho más estable y consensuada, todas estas ideas de transformación podrían sintonizar con el sarampión que dicta la adolescencia. Esa etapa en la que el mundo infantil cae fugazmente, como un espejismo, para engranarse en la maquinaria de una madurez que cierra filas en ese mundo anhelado y temido de los adultos.

Durante esta etapa los personajes de lo inédito alimentan fantasías excelsas, viajando en ocasiones, de forma solitaria, a lugares que invitan a romper con el mundo cotidiano, o para buscar en escenarios recónditos la piedra maravillosa que sienten no les aporta el marco educativo o profesional rutinario. Hay algo de la pasión del malditismo que nutre el alma de todos estos insatisfechos perennes, en tanto intuyen que el goce más excelso siempre tiene una estofa alejada del mundo convencional.

Ahora bien, los personajes aventureros no sacian su pasión con la llegada de la madurez, ni tampoco con la consolidación laboral o profesional, ni mucho menos afectiva, porque siempre sienten estar de paso, como si lo conseguido tan solo sirviera para relanzar un nuevo ímpetu.

Por eso cuando el trabajo se consolida o la pareja se constituye hasta recrear el ambiente con todos esos «enfants» que pulularán por el escenario familiar, el aventurero siente la necesidad de partir, de iniciar nuevas andanzas, buscando escenarios inéditos que llenen un anhelo, que palpita en lo más hondo de su alma.

Y así vivirá día tras día su propio enamoramiento con la novedad convertida en engaño hasta el límite.

En una ocasión, uno de ellos, me insinuó: «Para ser feliz hay que dejarse engañar un poco; vivir en la falsedad que otorga la normalidad».

Pienso que es más bien lo contrario. La persona «normal», que se deja engañar precisamente por esa cotidianidad rutinaria que el aventurero desprecia en su ansia por abrazar lo imposible, nunca se siente verdaderamente feliz, porque su dicha siempre está pensada a partir de lo que el gran Otro le dicta. Luego es preciso dejar de engañarse para ser «feliz», o mejor aún, para estar simplemente satisfecho con lo que los hechos de la vida le ofrecen a uno.

A lo largo de la existencia, los espíritus aventureros suelen cosechar las mayores desdichas y fracasos en todos los frentes. Las empresas que inician suelen ser ruinosas, porque les falta la constancia, el trabajo metódico o la visión de rentabilidad en todo aquello que promueven. Además, las relaciones afectivas fluctuarán en demasía, abandonando o complejizando las relaciones familiares, porque les falta la argamasa que genera ese lazo decidido con los demás. Por otra parte, consecuente con el hechizo ciego que ejerce lo circunstancial, los lugares siempre le serán efímeros o temporales, alimentándose así la terca esperanza de un porvenir que selle nuevos rumbos siempre abiertos.

¡Pobre de aquel que se deje embaucar con su semblante seductor lleno de promesas! Porque no hay nada ni nadie que verdaderamente pueda cambiar toda esa maquinaria de fantasías, proyectos e ilusiones, salvo quizá la enfermedad o el destino trágico, tal como ya nos anunció el poeta vidente Rimbaud y sus mundos inconclusos.

Hace unos días, tras una triste y funesta enfermedad, fallecía en la cama de un hospital de nuestra ciudad, uno de estos espíritus aventureros que gratamente he podido conocer.

Después de una vida de peregrinaje quiso pasar sus últimos años en León, tras haber vivido múltiples aventuras en diferentes parajes. Me consta que no es fácil vivir con estos personajes, pero si les conoce de antemano, se puede calibrar y apaciguar cierto ímpetu, aportando un poco de calma y sensatez a toda esa inercia alocada.

Ahora que ya no está, porque la vida siempre impone sus límites, me queda el recuerdo de la llamarada de todas esas promesas que alimentaron su propia errancia y de las que quiso hacerme testigo mediante un texto inconcluso cuyo título sellaba su destino: «Camino sin retorno». Y así fue.

En su memoria.