De las urnas también salen los tiranos
Hay en Cobrana, por encima del pueblo y de los restos del palacio de los Vizcondes de Quintanilla de Flores, un lugar solano, tranquilo y ameno, pastoril en el pasado, poblado de alcornoques y madroñales seculares que invitan al caminante a tomar un descanso y a disfrutar de la brisa primaveral, el canto madrugador de ruiseñores, mirlos y malvises, el arrullo de la tórtola, en verano, la despedida de cigüeñas y codornices en el otoño, a veces cubierto de un manto de copiosa nieve en invierno, donde los madroños maduros, rojos y tentadores, contrastan con una naturaleza muerta, hozada por el hocico y los colmillos afilados de los jabalíes que de vez en cuando arrúan, delatando su presencia feroz y voraz.
El Zofriral de Cobrana es aula para alumnos y maestros; para los de cerca y para los que estamos lejos y, tras largas ausencias volvemos al pueblo, sabiendo que por muy lejos que hayamos ido, nunca debemos olvidar de dónde hemos salido. ¡Cómo cautivan y atan, como tiran, duelen y consuelan las raíces!
Fuera de estos paraísos, abundan seres abominables, rodeados de más seres abominables que en todo siguen las órdenes de los primeros para adueñarse de conciencias, libertades y dineros. Los tiranos se agarran como a clavo ardiendo a la razón de estado, porque en realidad, los estados son ellos, y la democracia una palabra perniciosa, funesta, vitanda. Con su lema, el fin justifica los medios: persiguen la libertad, justifican la tortura, la expatriación, aniquilando el juego libre y democrático del que no piense, sienta, y actúe como ellos. Los maquiavelos del siglo XXI fomentan con sus teorías la ley más primitiva y ruda del señor de «horca y cuchillo», que maquina la ley y la impone a su propio capricho, sin que la persona, el conjunto de la sociedad, tengan el más elemental derecho a expresar su desacuerdo.
El tirano crea la mentira, la propaga y la mantiene a la medida de sus intereses, acusando a sus víctimas de delitos inconfesables, injustificables. El tirano obliga a dejar de ser, a dejar de hacer, a dejar de existir al pueblo. El abominable hombre de toda ambición, que escribe la historia torcida —la verdadera solo él la conoce, aunque siempre haya otros que de ella guarden amarga memoria—, aprovecha las ‘flaquezas’ que enumera don Quijote para adoctrinar a Sancho. «Combatimos contra tres gigantes, mi querido Sancho: la injusticia, el miedo y la ignorancia». «Contra estos tres luchamos, querido Sancho, y es buena causa digna de encomio».
Los tiranos de nuestros días tienen nombres y apellidos y, por tener, como los gánsteres de siglos recientes, tienen su propio cementerio, y los persigue un «wanted…» justiciero. Todos ellos llevan en ese escondido rincón de su alma sucia, ansias de poder y dinero; son inconfundibles jinetes del apocalipsis, que el día que se despiertan arrojan sobre la humanidad toneladas de fuego y metralla, mientras los suyos hozan como puercos en el despilfarro, el lujo, el alarde inhumano de mostrar que ellos todo lo pueden pisotear, de todo se pueden reír, todo lo pueden mostrar u ocultar, pueden bombardear con fósforo blanco, pueden amenazar con la guerra nuclear. Los actuales señores de «horca y cuchillo» matan por miles, mutilan por millones, contaminan por trillones, mientras en los países pobres, madres harapientas y desnutridas escarban una tierra reseca y polvorienta en busca de alimentos, y media humanidad pide agua fresca, suelo habitable, un hogar y un pizco de tierra para sembrar, una escuelita para aprender, y una iglesia, valiente, para cambiar a los que se equivocan, pero nunca se arrepienten.
Estamos cansados de tantos tiranos, ruidosos y prepotentes —altos, medianos, caciques—, hacedores de persecuciones y horrendos crímenes, amantes de un poder que se toman y prorrogan a su antojo, creyéndose dueños absolutos de bienes y personas a los que dirigen como un actor maneja y engaña a su marioneta, porque también de las urnas salen los tiranos. Salen cuasi enanos, pero a medida que van creciendo se consolidan en los diferentes tronos y no hay dios demócrata que los baje de ellos.
Los pueblos ruso y ucraniano buscan caminos de paz —por muy «santa» que la guerra sea—, y las naciones, cubana, venezolana, nicaragüense, buscan libertad, justicia, dignidad, por eso detestan gobiernos que se han llevado por delante el derecho a tener una patria, una tierra, el orgullo de una cultura y el derecho a la felicidad. Los pobres de la tierra buscan la paz, mientras los poderosos mantienen la guerra. «Resulta paradójico, el que las naciones más civilizadas se encuentren entre las principales fabricantes de armas. Se trata de una industria muy próspera» (Karl Jaspers), y ¡floreciente de crisantemos rojos!
Comunidades enteras de pueblos americanos, asiáticos, africanos, recogen cuanto poseen en un hatillo, y con lo puesto se lanzan a la negra aventura de encontrar brazos abiertos que los reciban para trabajar y ganarse la vida con dignidad. Son pueblos que buscan trabajo, hogar, escuela y libertad.
Los abominables Ortega, en Nicaragua, prohibieron las procesiones del Viernes Santo, y aunque nadie les escuchó ni les hizo caso, yo, personalmente lo celebré, porque al sufrido y valiente pueblo nicaragüense, le sobran procesiones, ya que cada día es para él un doloroso día de viernes santo: sin patria donde vivir, expulsados como pobres caínes, errantes sobre la faz de la tierra… ¡Señores Ortega, respeten y valoren a un pueblo que ya ha recorrido mil calvarios en su lucha por la dignidad!
El tirano mentiroso promete milagros y bienestar para el pueblo, sin creer en ellos, simplemente por el lujo de ganarse aplausos y votos. Por todo lo dicho, y mucho más, «la democracia está en peligro, es urgente defenderla de todo lo que la acecha y para ello se requiere recrearla» (Rafael Cadenas. Último premio Cervantes de las letras españolas, 2022).
Amigos y pacientes lectores, les invito a disfrutar en paraísos de paz y sosiego que tantos lugares reserva nuestra geografía leonesa para quienes quieran huir del mundanal ruido de tantas alharacas y mentiras, cargadas de vanas y pasajeras promesas que bien poco suelen aportar para completar el breve ciclo de la humana felicidad. ¡Qué hermoso, cuando un hombre, donde hay guerra, pone paz»!
Así se me antoja, para los días aciagos, un mundo nuevo, un lugar solano, tranquilo y ameno, protegido por el amor de sus habitantes, deseosos de dejar en herencia para las futuras generaciones sus bienes más preciosos: naturaleza, paz y bienestar, como paradójica imagen de dulces madroños rojos, en crudos inviernos de nieve, ventisca y guerra.