La forja de un ladrón
«La sintaxis es una facultad del alma» (Paul Valéry).
Como van a reeditar Días sin Escuela, que transcurre por estos lares, Umbral vuelve a ponerse en la provincia de actualidad, lo que resulta de agradecer, cansados ya de tanto titular de deportistas, charlatanes e influencers . Quizá sea porque Umbral acuñó aquí su nombre definitivo, porque tuvo columna en este mismo diario, fugaz como su presencia en la ciudad, o por las colaboraciones radiofónicas En la Voz de León , el caso es que vuelve a estar de moda.
De niño soñó con cometer un robo en el banco del pueblo, y como no se atrevió se conformó con novelar su fantasía con la obra que da título a este artículo, y es que Umbral siempre vivió del robo, que practicó con acierto y cinismo, como correspondía al personaje. Quiere decirse que Umbral, en León, tituló a su columna La Ciudad y los Días, antecesora de Los Placeres y los Días, en El Mundo, y he aquí que todo ese columnismo viene del hurto a los franceses, pues entre el farrallón de páginas de Proust ya figuraba ese título del que Umbral, ávido lector del francés, se hizo dueño y luego borró las huellas para que el público no se diese cuenta. Umbral, por otra parte, además de robarle la memoria con acierto a Proust y versos a los modernistas y a los maudits, desvalijó a Quevedo y a Valle, le metió la mano en la cartera a Larra y a Lorca le trasquiló las canciones ensañándose con su rebaño de versos, y, por supuesto y sobre todo, se robó a sí mismo repetidamente, plagiándose con descaro, haciendo de sí mismo en todas las novelas y siempre la misma novela, toda su obra no era sino Paco Umbral, un chaval de pelo blanco que a solas seguía soñando con ser el protagonista de su historia, cambiando el caballo de cartón por la vieja Underwood sobre la que galopó hasta el final de sus días. El tema de mis libros soy yo mismo, que había dicho Montaigne, pues eso.
Parece ser que el libro se corresponde con la infancia literaria del autor, que ya por entonces odiaba la premeditación de la novela, según preconizaba André Bretón, será como toda su obra un puro hallazgo verbal, donde la historia pierde su razón de ser subordinada a la forma, no el qué sino el cómo, el arte por el arte, tendencia suicida de casi todos los grandes, por lo que podemos buscar nuevamente la prosa lírica, trabajada y artificiosa, donde el tipo casi siempre acierta y acaba salvando un argumento pobre con una prosa brillante, con la facultad redentora del sacerdote que por mera imposición de manos salva un alma, solo que Umbral salvaba una novela.
A los de Aranda les espetó que eran unos paletos, a los leoneses poco menos, y es que un dandy afrancesado tiene poco hueco en la provincia que se rinde ante el ruralismo de Delibes, amigo y confidente, por otra parte, que ya le debió criticar eso de un «poco demasiado lírico». No le faltaron duelos con Reverte, ni se cortó en sacarle los colores a Mercedes Milá, hizo carrera en lo que siempre quiso, reconocido, odiado y admirado, polémico -la polémica le rondaba como los cuervos a Poe-, mordaz, burguesito rojazo, por las bufandas de Umbral pasaron todos los adjetivos y todos los verbos, por su larga melena blanca volaron todas las transgresiones, pero nada le curó su doble herida: la orfandad prematura -la orfandad siempre lo es-, y la muerte del hijo, dolor mortal y rosa que se perpetuaría en su alma. A Umbral, después de la orfandad y la muerte, solo le quedó la literatura y en la literatura vivía, príncipe de sí mismo, volcado en el idioma, la novela y el artículo, luchando si no por una vida que no le llenaba, obra teatral de mal argumento, sí por una inmortalidad que le diese asiento junto a los artífices del castellano, así murió, dictando su artículo, posando para la eternidad, hasta el último momento siguió escribiendo porque están los que no entienden cómo se escribe a diario y los que no entienden cómo no se escribe a diario, y Umbral era de esta minoría alucinada del idioma.
La reedición nos retrotrae a su juventud, cuando no tenía nombre, cuando no tenía fama, cuando no tenía ni bastón ni bufanda ni Cervantes, nada, cuando ni siquiera sabía si llegaría a tenerlo. De aquellas mandaba relatos cortos a concursos provincianos por probar, por ver si picaban los lectores en la caña peligrosa de su prosa, y todo en un viaje inevitable y predecible, cuando el centro de España y lo que había que conquistar era la Puerta del Sol.
Se dice que lo largó de la ciudad el alcalde, por aquello de tildarlos de provincianos y hasta puede ser verdad, puesto que de aquellas a los escritores los despachaba el alcalde de la ciudad con la misma facilidad que a las actrices de Hollywood las expulsaba del país Fraga Iribarne, pero eso ya es otra historia.