Flor de paraíso
Recordé que el poeta contaba sus años por relevos de rosas, cuando hace poco tuve la oportunidad de asomarme a un paisaje que, consonando con esa medida lírica y floral, podría contar los suyos por relevos de corteses en flor: tanta y tan sugestiva es la belleza de esas flores en tierras tropicales. De pronto, sin saber cómo, tal la primavera de Machado, surge esa floración en brillante amarillo cadmio, vibrante y al tiempo delicada nota en el concierto vegetal, sustentada en la urdimbre siempre verde del fondo, pero a punto de arrancarse y saltar al aire, ya en sí misma sostenida. Y por eso mismo, aunque el árbol pueda encontrarse solitario en laderas, parques o jardines, más destaca en el bosque o aledaños su soledad ardiente y acotada. Yo sorprendí un cortés en flor en la mañana de abril y era a lo lejos como si una sombrilla amarilla flotara en la corriente sin fin de un río verde.
Cada vez son más escasos y reducidos los rincones de bosque antiguo en el territorio que citaba, situado al norte de Honduras cerca del mar. Sobreviven de milagro a la general deforestación para exhibir todo el esplendor abigarrado de su vegetación fabulosa y son por eso mismo contemplados con más respeto y admirados.
Ellos ofrecen refugio a los olingos, pequeños monos, que se dedican a vagar por la alta bóveda del ramaje, donde gritan, aúllan y pleitean, y sus gritos suenan más alegres cuando la lluvia viene a repiquetear sonora en el alboroto del follaje. Se dejan ver cuando bajan a beber al río que bordea el bosque y la costumbre de no ser molestados aumenta su confianza. La gente de las aldeas y los caminantes esporádicos los miran con simpatía, como si fueran los espíritus benignos del bosque primigenio donde sus antepasados vieron la luz primera.
Así por cierto lo sintió John Stephens cuando en 1839 pasó por Copán y un rebaño de olingos lo siguió gritando por la enramada, espíritus guardianes de aquella ciudad perdida en la selva que acababa de descubrir.
Se comprende el asombro fascinado de los primeros españoles llegados a un paisaje que apareció de pronto a sus ojos con acentos de paraíso. Colón mismo escribió la palabra en 1502, aunque sin duda lo sintió ya al término de aquella noche en que los vigías habían estado oyendo pasar pájaros: allí estaba, radiante, en aquella isla al amanecer. Tras él otros muchos lo pensaron y escribieron con profusión.
Mucho tiempo después, aún es posible sentir al menos algún eco de aquel asombro ante el espectáculo de los grandes ríos que se curvan solemnes en un paisaje de perenne verdor, los árboles gigantescos, las frutas desconocidas y tan atractivas, así los plátanos, que quien fue primer obispo de Honduras, Cristóbal de Pedraza, al referirse a ellos en su relación de la provincia dirigida al emperador en 1544, describió al modo de «unas bien como cornetas… y tienen dentro unos como rollos de manteca de vaca dulces de comer». Y por supuesto los fragmentos perdidos de selva virgen, como el que he dicho, vibrantes testimonios de un despliegue vegetal exhibiendo su uniforme poderío sin fin.
Los primeros exploradores pudieron comprobar la suavísima temperancia del clima, dicho con las palabras de Colón. Su anuncio era irresistible, aunque bien pronto tuvieron noticia de otras manifestaciones de una violencia inesperada y extrema: así aquellas lluvias interminables, con explosiones en tormentas de diluvio, los ríos desbordados, vendavales de una furia avasalladora que doblaba o desgajaba los grandes árboles, las voluminosas cabelleras agitadas de las palmeras gigantes. Pero después se restablecía la temperancia y volvía a reinar la dulzura del aire en calma sostenido sobre el verde fragante omnipresente.
En 1525 Hernán Cortés llegó a Trujillo tras un viaje por tierra agotador. Los indios le hicieron una casa y cortaron los árboles que le impedían la vista del mar, seguramente pinos, si atendemos a que uno de los nombres primeros de la villa fue Trujillo del Pinar. Estaba entonces gravemente cuestionado en su gobernación y ello tuvo reflejo en una enfermedad, que suponemos de tipo melancólico, por no decir depresivo, que lo llevó a pensar en la muerte, para la que incluso había ya dispuesto la mortaja en hábito franciscano. Todos los días al atardecer salía a pasear, caballero en su caballo, por la orilla del mar.
Podemos suponer que, cuando regresó a Méjico, ahora por mar, una vez recuperado el pleno dominio sobre el señorío de su gobernación, esa de la playa con palmeras hubo de ser la visión que se llevó con él.
Cuatrocientos años después, el escritor O. Henry, abandonaba también Trujillo tras una estancia parecida a la de Cortés. Él dejó la para mí más bella, emocionante y sugestiva pincelada de paraíso perdido: «esa costa que se curva como unos labios al sonreír».
Lejanamente puesto en la estela de los dos grandes, así veo yo en esos corteses que florecen en abril al tiempo de la Pascua un símbolo de la vida fugaz, proclamando con su belleza el verso de Netzahualcóyotl, el rey poeta: «No para siempre en esta tierra, solo un momento». Tal fue la aparición de aquel cortés, tal la emoción de aquel súbito destello ante mis ojos. Y la emoción al verlo se torna en suave melancolía al recordarlo. Todo paraíso desde Edén es perdido o no sería paraíso.