El último disparo del Numa: 30 años sin Juan Benet
La primera aproximación a la obra de Juan Benet no es sencilla. Como él mismo señalaba, su literatura es la de un worst seller, la de un escritor obsesionado por el estilo, por el cuidado de la estética y los recursos narrativos, en la que lo fundamental es la forma en qué se cuenta, no para quién se cuenta. Los lectores son un producto secundario, meros espectadores de algo más grande, de algo más importante.
Quienes acepten el desafío de asomarse a Volverás a Región o Una Meditación habrán de comprobar cómo la literatura admite caminos irregulares y muy escarpados. Benet, autor contracultural de un periodo gris impregnado de realismo social y convencionalismos de editorial, supo entender como nadie nunca antes que la auténtica obra narrativa es la prosa indómita que no se rige por las pautas previamente marcadas, aquella que subvierte los usos y costumbres de renglón seguido y que tampoco se pliega ante las modas —como tales, coyunturales— promovidas por los críticos. Anti-todo, como el álbum musical de Eskorbuto, el escritor madrileño revolucionó las letras españolas de mediados del siglo XX con un territorio novísimo e inexplorado —Región— y con unos personajes atrapados en ese «interminable movimiento circular» que es el tiempo; un tiempo en el que son protagonistas, verdugos y víctimas de sí mismos, criaturas convocadas por un futuro que dejará de ser porque ya es pasado. Todo en Benet es irreal (como la misma ficción cronológica) porque todo es real. La vida es una paradoja incomprensible, él lo supo probar mejor que ningún otro.
Siendo justos debe advertirse que la producción benetiana no puede ser asimilada sin las lecturas previas de Marcel Proust y William Faulkner. Del francés Juan Benet adquirió uno de los materiales sustanciales de su profundidad narrativa: la evocación del tiempo como una memoria involuntaria y dolorosa; del de Misisipi la concepción de la literatura como un acto totalizador que no debe conocer fronteras de ninguna índole. Faulkner creó su inolvidable Yoknapatawpha para contarnos la decadencia de los poor white en Estados Unidos, Benet lo emuló con su Región y el declive de una sociedad —la española— incapaz de ahuyentar el fantasma interior de la Guerra Civil. Detrás de sus personajes más conocidos (Marré Gamallo, el doctor Sebastián, Eugenio Mazón) se levanta una geografía imaginaria en todos sus perímetros (espacial, temporal) que sin embargo colisiona irremediablemente con un muro inderogable: la inevitabilidad de una ruina acontecida por lo que dejó de ser. Lejos de cualquier referencia ideológica o política, la traducción real de este elemento parece querer aproximarnos a una idea más psicológica que social: la de la oportunidad perdida que retumba en la nostalgia de los seres, el pasado que vuelve al presente para terminar devorando el futuro. Es imposible no leer Herrumbrosas lanzas y no encontrar los ecos de En busca del tiempo perdido (Proust) o El ruido y la furia (Faulkner).
Cumplidos este 2023 los treinta años de la muerte de Juan Benet (el 5 de enero de 1993) y resultando insólito que el acceso a su obra siga siendo tan restringido en el ámbito editorial y olvidado en el institucional, nos corresponde a todos los (sus) lectores reclamar para el ingeniero de Región el lugar que justamente le corresponde en el universo de la lengua castellana. Pues podrá aducirse que sus textos son a veces arcanos, dolosamente intrincados, exigentes para aquel que se asoma con vértigo a los mismos, pero, no obstante, nadie duda hoy de una calidad técnica y de una imaginación excepcional que sirvieron de ejemplo para otros grandes y más conocidos como Javier Marías o Félix de Azúa.
Benet nunca tuvo éxito con los lectores —es cierto— pero como autor agitador en un tiempo marcado por la apología de los hechos y el realismo, marcó una tendencia más importante que su propio estilo: la que pone el acento en la impugnación de lo convencionalmente establecido y eleva el arte —en este caso, literario— a su último grado, aquel en el que ya no se obedecen reglas porque el arte es, exactamente, insumisión a lo pactado, una ruptura frontal del presente que nos traslada a otro mundo para concedernos la ilusión de la existencia subjetiva. ¿Región es o era España? No. Pero sin Región, sin esa topografía que abarca desde el Torce hasta el Formigoso, España no sería literariamente lo que es hoy. Que Benet no sea reconocido a la altura de otros como Cela o Delibes es sólo una consecuencia injusta de esa querencia tan española por el arte ideologizado, ignorando, como bien escribió el mismo Benet, que el arte jamás debe participar del sustrato político porque, como tal, concluirá siendo caduco, superable.
Consciente de lo preciso de impedir la escapatoria de sus personajes —almas capturadas en Región por la inercia de la ruina y decadencia— Juan Benet creó los límites de Mantua y el singularísimo personaje del Numa, un guardián ignoto y legendario cuyo propósito es salvaguardar el orden de la tierra maldita con la violencia de sus disparos, ruidos furtivos en una montaña que reclama de sacrificios para preservar la coherencia de un relato cohesionado a través de la idea del tiempo y de su naturaleza circular y exclusivamente subjetiva. La prisión de los hombres y mujeres de Región, de los títeres benetianos, son ellos mismos, su existencia cautiva, sin embargo, Mantua y el Numa les recuerdan que no cabe albergar ninguna esperanza de huida. Todo lo que nace en Región muere en Región.
El 5 de enero de 1993 la mitológica localización de Región perdió a su creador, su demiurgo. Juan Benet fallecía en su casa de Madrid, acompañado por sus familiares, víctima de un tumor cerebral. Se apagó con él la luz que propició la renovación literaria española en la mitad del siglo XX, y aunque quedaron sus discípulos, su obra (ensayística y narrativa) fue perdiendo influencia y hoy, casi, parece un reducto de prosa mágica de difícil acceso.
Hueco, violento, enmudecedor. Sobre el cielo de la España del año 2023 una estela desliza el rastro del último disparo de una criatura fantasmal sin rostro. El Numa, en los últimos linderos de Mantua, sin perder el horizonte de Región, recuerda a su padre, y con él a todos nosotros…30 años sin Juan Benet.
(Con todo mi cariño para
Ramón Benet)