Disquisiciones primaverales
La zorra campa por los montes y campos cabreireses ahora baldíos con la misma frescura con que asoma en leyendas, fábulas, sentencias y otros dichos populares. Respecto al nombre, se trata de uno de los más bien escasos ejemplos en que el femenino es el término inclusivo, y así, por ejemplo, la zorra de las uvas verdes en la vieja fábula no es la hembra del zorro, sino el nombre genérico de un bello animal de fina estampa con su pelaje color pardo rojizo y larga cola esponjosa de punta blanca.
La zorra es bien conocida desde antiguo por los campesinos, a quienes siempre tocó sufrir sus visitas sigilosas a los gallineros y más aún a las eras y descampados de los pueblos, donde las gallinas picoteaban yerbas y gusanos en libertad. Cazurra, mañera, taimada, veloz y escurridiza, ha sido siempre tan admirada como también odiada por sus hábitos rapaces. Bien es cierto que tenía sus debilidades, no menos bien sabidas, como que se distraía con cierta facilidad, cuando, concentrada en la búsqueda de algún ratón, por ejemplo, e incluso en el mismo juego de la captura, quedaba momentáneamente indefensa en medio de una pradera. Ahora bien, no menos cierto es que reaccionaba a la primera señal detectada con la rapidez de sus reflejos admirables y la agilidad de sus saltos y elásticos movimientos.
Pero volvamos al principio. Siendo el femenino el genérico, es muy raro, y en ambientes campesinos creo que inexistente, el uso del nombre en masculino. Pero esto, que constituye su singular fortaleza lingüística, ha sido también causa de perdición. Porque el caso es que el nombre, tan sonoro por esa unión de dos consonantes, sibilante y vibrante, acabó en calificativo sinónimo de ramera (significado que mantiene por cierto en portugués). A no ser que el camino hubiera sido el inverso, es decir, del adjetivo al nombre, de ramera a zorra, la emigración hacia ese significado comete una injusticia flagrante con la zorra hembra, desde el momento en que el término, empleado en masculino, incluye admiración y alabanza. La discriminación es patente: «zorra» despreciable frente a «zorro» admirado e incluso envidiable y respetable. Pero la cosa aún podía empeorar y así ha sido. Porque nadie se atrevería a calificar en público a una mujer de vieja zorra, así doblemente injuriada, mientras que por el contrario y al mismo tiempo, el sintagma simétrico en masculino, viejo zorro, lejos del desprecio y del insulto, es expresivo de admiración por el hombre así calificado. Repitamos, una incongruencia inadmisible.
Sinónimo de zorra y tan utilizado como esta, raposa, que es también el término inclusivo, carece sin embargo de las connotaciones negativas de zorra, y apunta a su característica más visible y notable, que es esa cola llamativamente esplendorosa del animal cuyo nombre procede de «rabosa» y esta de rabo. Por lo demás, y a pesar de que se relaciona asimismo con el término rapiña, a causa de su afición desmedida a «mangarles» las gallinas a los campesinos, raposa no es sinónimo de ladrona (o raposo de ladrón).
Y no tendrá reflejo en el mundo humano, como zorra, pero a cambio lo ha encontrado en la botánica. La tapsia es una planta apiácea, conocida vulgarmente como cañaheja o zumillo entre otros nombres populares. Tiene un tallo largo rematado con una explosión de cabecitas floridas tintadas en amarillo en la punta de unas varitas verdes surgidas en todas direcciones, para un conjunto figurando una perfecta esferita amarilla. La planta se conoce en Cabrera como rueca de raposa. En cuanto al primer término podría acaso explicarse por el parecido de tallo y cabeza redondeada con el palo de la rueca rematado en la punta superior con el pequeño vellón de lana, llamado «rucada», para ser hilada con el huso (o fuso). Sorprende ahí esa enigmática raposa, pero hay otro caso de asociación semejante. Existe un rosal silvestre, que da unas flores pequeñas de un tono lila suavemente desvaído. En Cabrera se llaman rosas de raposa y despiden un aroma que perfuma con la misma suavidad de su color el aire de los senderos por que vamos.
Y mientras tanto, perdido en estas disquisiciones divagantes de una mañana de primavera avanzada, de pronto sonó el canto del cuco. O quizá mejor, más que sonar, las dos notas de su canto cayeron en el seno fragante de la mañana como dos gotas mágicas lustrando ese aire de sutilísima seda que flota sobre los campos floridos y la luz renaciente que lo envuelve y penetra. Esas dos notas únicas en tercera descendente menor tienen la virtud de transfigurar el día y el paisaje, de modo que en medio de un campo baldío en las laderas de Trabazos, ahora brotado de ruecas de raposa, de pronto pareciera que ellas responden a esas dos notas, así rebotadas en la yerba y misteriosamente multiplicadas. Habría que recordar aquí que, siguiendo una tradición milenaria desde la religión romana, la cristiana la relevó un día con su propio rito de bendición de los campos primaverales impetrando los frutos de la buena cosecha. Perdido el rito romano en la niebla del olvido y abandonado ya el cristiano, el cuco ha tomado el relevo místico y mantiene la tradición para nuestra humilde alegría inesperada.