Diario de León
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Rrecientemente finalicé un libro de Mark Galeotti que lleva por título, Tenemos que hablar de Putin. Por qué Occidente se equivoca con el presidente ruso .

Se trata de una obra publicada originalmente en 2019; anterior, por lo tanto, a la última fase del conflicto de Ucrania, en el que el autor, furibundo antiputinista, trata de desmontar la imagen que del presidente ruso tiene Occidente, o tenía porque, aún caliente y confuso, el pronunciamiento de Yevgueny Prigozhin y la compañía Wagner están a punto de cambiar esa percepción.

Igual que Orlando Figes, en su Historia de Rusia , Galeotti retrata a Putin como un autócrata, patriota visceral al tiempo que pragmático. Un hombre que fue impulsado por el ejército y la antigua KGB para tratar de evitar que Rusia se convirtiera en otra colonia de los Estados Unidos, y tratar de devolverle la consideración de gran potencia por el mero hecho de ser Rusia, pero que también aceptó dar inmunidad a Yeltsin y a su familia para poder acceder al poder, así como negociar con los oligarcas para mantenerse en él, haciendo de Rusia un régimen corrupto, en el que oligarcas y amigos del presidente disfrutan de enormes prebendas a costa del bienestar de la población.

Reconoce la enorme popularidad del presidente ruso, a pesar de las críticas que recibe por ser incapaz de responder adecuadamente a las necesidades de su pueblo, lo que provoca un descontento latente.

Trata de desmitificarlo también como persona: Putin no lo controla todo ni tampoco es el macho alfa aventurero que nos quieren vender y que tanto triunfa en los memes de Twitter. Por lo contrario, se trata de un hombre con una tremenda aversión al riesgo.

Tampoco considera certera la observación del que había sido presidente de la Comisión de Inteligencia del Congreso norteamericano, Mike Rogers, cuando afirmó que «Putin juega al ajedrez y tengo la impresión de que nosotros estamos jugando a las canicas». Putin no es, según el autor, un estratega, sino un simple yudoca que sabe esperar y aprovechar la fuerza del contrario en beneficio propio.

Lo considera un hombre leal a los suyos, al tiempo que implacable con los «traidores», que considera el dinero como un medio y no como un fin en sí mismo, que cada vez está más aislado en el Kremlin y dedica menos tiempo a la gestión de los asuntos de Estado. Piensa que no dimite porque teme por su vida si deja el poder.

Sin negar influencias de Alexander Duguin, Alexander Projánov o Iván Ilyn, desmitifica también la visión de Putin como intelectual e ideólogo, más allá del patriotismo visceral que mencionábamos anteriormente. Recientemente Rodrigo Cuota le recriminaba no haber leído a Maquiavelo, por lo menos en lo tocante al empleo de mercenarios.

De haberlo hecho, según nos explica Cuota, ni Prigozhin hubiese mandado directamente a sus soldados, ni estos hubiesen formado unidades separadas del ejército ruso, ni tampoco serían tan numerosos.

Pero Putin trataba de evitar la llegada de féretros de soldados, hijos de la clase media, por lo que prefirió dar protagonismo a los hombres de Wagner hasta convertirlos en la mejor infantería del mundo. La batalla de Bakhmut fue, probablemente, una operación de entretenimiento y desgaste del ejército ucraniano, mientras el grueso de las fuerzas rusas construía las líneas defensivas para hacer frente a la actual y esperada ofensiva del régimen de Kiev.

Probablemente también se equivocó ahorrando en suministros de armas y municiones, a costa de mayores bajas entre los mercenarios, así como permitiendo que Prigozhin estuviese al frente, ya que esto acabó por crear un vínculo de camaradería con sus hombres.

Si le hacemos caso a Mark Galeotti, el jefe de Wagner no erró al criticar a la burocracia corrupta del Ministerio de Defensa, pero seguramente sí lo hizo al enfrentarse directamente con su gobierno. Quizás, como probablemente pasó en España el 23-F, alguien se echó para atrás a última hora.

Aún es temprano para saber lo que realmente pasó. Esperemos y vayamos viendo.

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