Mis Viajes con Soledad
Quien más quien menos tiene una relación con Soledad. Por mi parte les puedo confiar que nos vamos entendiendo cada vez mejor.
Trato más con ella por estas cosas que tiene la vida en las que uno tiene poco que decir y bastante que asumir. También por estos viajes a ciudades que flojean de tren rápido, aviones y la carretera podría ser mejorable; una de esas vías para audaces en las que adelantas «cuando no viene uno de frente».
Soledad vive casi siempre calmada, sin alboroto y es capaz de trasladar una sensación de que «todo está bien como está». Hasta que se altera y ya todo cambia. He reparado que entra y sale de la vida de uno cuando a ella le parece. Y aunque sea contradictorio le gusta el bullicio: «en medio de tanta gente»…, como dice la canción.
Por definirla de alguna manera les diría que es como una vecina cercana (lo de amiga sería mucho decir); sabe escuchar, algo despiadada en sus comentarios y, por encima de todo muy impredecible. Buena confidente, pero lo malo es que tiene mucha memoria y te puede devolver un recuerdo, un sentimiento casi olvidado, cuando menos falta te hace.
Recuerdo un viaje largo con ella. Yo no quería que viniera y procuré ser discreto respecto a que me marchaba; pero al poco de arrancar noté que allí estaba. En coche el viaje, en día de labor. Soledad viajaba a mi lado inquieta, se removía, me hablaba deprisa y despacio, cambiaba de tema…, yo subía el volumen de la radio pero no me dejaba oír los viejos temas, aquellas canciones de cuando sabíamos menos pero vivíamos más.
No me dejaba escuchar de Van Morrison, que también le gusta a ella, ni un solo tema entero.
Un poco cansado de kilómetros y hartito de reproches del tipo «lo que deberías hacer…» decidí parar allá donde vi bastantes camiones (¿por qué sigo haciendo eso?). Pero me detuve por el instinto básico de resolver con rapidez todas las urgencias que se acumulaban después de horas conduciendo.
Soledad no quiso entrar al restaurante y sentí que se quería marchar a dar una vuelta por allí, cosa que agradecí. Pretendía hacer una comida «de carretera», de esas de mirar la tele de soslayo con algún programa de cotilleo, pensar en lo mío, qué iba a hacer cuando llegara a mi destino, tomar alguna nota en la inevitable servilleta de papel…
Se me acercó el camarero y le pedí mesa sólo para uno (me costó esfuerzo después del rato de viaje con Soledad pensar que realmente no éramos dos a la mesa). Me señaló hacia la única que quedaba (estamos a tope, señor…), así que allí me senté y a esperar acontecimientos.
Vi entrar a otra persona en el restaurante; se le veía más desubicado que a mí. Igualmente habló con el camarero, el cual debió decirle que no había mesa en ese momento. Ya giraba el señor para marcharse cuando levanté la mano y le hice un gesto confiado para que viniera a «mi» mesa. Vino y lo agradeció.
Quizá como devolución del favor, y por lo breve que iba a ser el encuentro, se relajó poniéndome al día de lo suyo. Por lo visto se acababa de divorciar y viajaba a sus raíces a buscar casa y encontrarse con otra gente; para no sentirse solo.
Comentó que sentía una soledad hueca que le angustiaba después de años de matrimonio, hijos que habían volado del nido y poca actividad social. Su discurso que era de «descarga» me cayó a mí. Le escuché con atención por aquello de compensar alguna descarga mía sobre alguien en algún otro momento.
Al final, después de sus confidencias, me miró. Esperaba comentario. Fui breve y le dije con sonrisa que se diera un tiempo ya que Soledad le acabaría haciendo compañía. Como a todos.