La felicidad futura
Que todos buscamos la felicidad es algo obvio, lo que no es tan obvio es que lo consigamos y ni siquiera que sepamos lo que nos interesa para alcanzarla. Al ritmo que se mueven nuestras vidas, y digo mueven porque no estamos quietos ni un nanosegundo en el metaverso como diría Tamara haciendo uso de un neolenguaje ciertamente ocurrente.
Entre un vaivén y otro, al final la inmensa mayoría de la población está confluyendo en los mismos puntos como si fueran atraídos por un imán invisible que guiase su voluntad. Estos lugares que alcanzan la categoría de telúricos mágicos son las ciudades, más bien las grandes ciudades. En estos momentos se pueden definir así, pero en un tiempo no muy lejano se deberán definir como en las novelas de ciencia ficción, las megaciudades.
La magia de la ciudad viene envuelta en promesas de un futuro mejor en el que las oportunidades crecen como las margaritas cuando llega la primavera. Los nuevos colonos que abandonan sus lugares de origen inician una peregrinación hacia la colmena humana asentada sobre el cemento y una tecnología abrasadora de las relaciones humanas.
Las megaciudades que ya asoman por el horizonte se están convirtiendo en enemigas de la paz y sosiego que todos necesitamos para tener una existencia mínimamente acorde con nuestra naturaleza. No creo que sea muy compatible el desarrollo descontrolado de las nuevas urbes con la felicidad. Siempre me ha producido especial angustia ver en las películas futuristas ciudades en las que sus habitantes están rodeados de máquinas, mugre y alimentos liofilizados en el mejor de los casos.
Creo que los que más se van a acercar en el futuro, no muy lejano, a la felicidad son los que resistan y se queden en sus pueblos y pequeñas ciudades en las que la luz natural del sol, los alimentos de la huerta y los vecinos generen un entorno amigable. En el caso de estos últimos incluso el típico vecino tocanarices será bien valorado porque lo conoceremos y al menos nos hablará, aunque solo sea para molestar.
Si bien es cierto todo lo anterior, o al menos es mi verdad dicha con la mejor de las intenciones, no es menos cierto que muchas personas están iniciando el camino de retorno desde las grandes ciudades a sus lugares de nacimiento para pasar los últimos años de sus vidas. Al decir de los mismos, buscando precisamente una calidad de vida de la que no han disfrutado durante décadas.
Me viene a la mente la imagen de las villas romanas que tanto abundaron en nuestra tierra. Buscada su ubicación con esmero y precisión servían como hábitat familiar, pero también como lugar de trabajo y administración. Cierto que solo una élite podía disfrutar del privilegio de ser dueño de una, pero sirve para ilustrar mi teoría.
Sin la necesidad de llegar a la riqueza romana que en algunos casos resultaba obscena, aquel que disponga de una casita digna o piso en una localidad pequeña unido a un trabajo digno, podrá equiparase en el futuro al mejor hacendado romano.
Poder ir al trabajo a pie, tomarte un café con alguien que no sea necesariamente un compañero de trabajo, o simplemente ir saludando por la calle a todo el mundo, es calidad de vida. Sentirse reconocido y valorado por quienes te rodean en fundamental para ser feliz.
La tecnología, bien orientada, puede permitirnos trabajar en casa con personas que se encuentran a miles de kilómetros de distancia, esto también es calidad de vida. Con un poco de suerte, si somos inteligentes podremos aunar las ventajas de vivir en lugares amables y sanos con ganarnos el sustento dignamente. Es una buena opción para un futuro feliz.