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Ya a los peregrinos medievales les resultaba especialmente dificultoso el tránsito por el tramo que recorría el valle del río Valcarce y subía hasta en monte Cebreiro, dejando constancia de ello en sus escritos. Además, como nos recordaba el Padre Sarmiento, una de las posibles etimologías de Valcarce es precisamente «vallis carceris», lo que nos da una idea de lo angosto del pasaje por el que transitó varias veces el monje villafranquino.

Sabemos que, necesariamente, la vía XIX, o XX, del Itinerario de Antonino se tenía que adentrar en el Valcarce, aunque existen varias teorías sobre el trazado final para salir del valle. Así, es plausible que en la época imperial este tramo se pudiese recorrer en carro.

Esto último ya no fue posible en el medievo y hasta que, en época de Carlos III, Carlos de Lemaur inició los trabajos del Camino Real, no era posible adentrarse en Galicia con ningún tipo de carruaje, marcando Villafranca del Bierzo el límite de la circulación sobre ruedas.

Esta nueva calzada, de la que nos queda, entre otras cosas, la magnífica muestra de un leguario, olvidado entre la maleza, a la salida de Trabadelo, fue descrita, quizás por vez primera por los futuros presidentes de los EE UU John Adams y su hijo, John Quincy Adams, durante su viaje terrestre a París.

Después vino la N-VI en sus dos trazados, de principios y de finales del siglo XX, y finalmente la A-6, que abrió profundas heridas en el valle aún sin cicatrizar. Que su ejecución fue una auténtica chapuza ha quedado definitivamente confirmado, y no sólo con los viaductos, sino también, entre otros muchos aspectos, con el poco respeto mostrado por el Camino de Santiago.

El que podía ser, y quizás alguna vez fue, uno de los tramos más bonitos del Camino, se convirtió en uno de los más desagradables y peligrosos. La construcción de una senda, separada por un muro de hormigón de la N-VI, vino a aliviar un poco la peligrosidad de un itinerario declarado Patrimonio de la Humanidad e Itinerario Cultural Europeo. No sé a que dedicaron el uno por ciento cultural correspondiente a esta obra, pero estoy seguro que el Camino no se llevó nada.

El aprovechamiento de tramos de la N-VI para la autovía llevó a que se recuperase para el tráfico rodado parte de la antigua N-VI. En lugares como Ruitelán se colocaron biondas, por delante de los antiguos muros, que achicaron todavía más el arcén, único sitio por donde pueden circular los peregrinos.

En mi época de concejal en Vega de Valcarce denuncié repetidamente este hecho, sin que autoridades municipales, autonómicas ni estatales moviesen un dedo.

Más adelante, el concejal José Luis García Peña se cansó de reclamar una senda, paralela a la carretera, similar a la que se hizo para que los peregrinos suban al faro de Fisterra, pero nadie escuchó sus peticiones.

La Junta de Castilla y León se preocupa mucho de regular, dirigir y condicionar, a veces con poco rigor histórico artístico y pésimo gusto, las obras que hacen los particulares, pero no es capaz de mantener mínimamente los tramos del Camino que coinciden con carreteras de su competencia. Lo único que suelen hacer es llenar el camino de enormes e innecesarias señales verticales, con lo que, supongo, justificarán que han invertido en el Camino.

Con todo, el mayor desaguisado, un auténtico insulto a la inteligencia, lo cometieron los operarios de la propia Junta de Castilla y León cuando, hace quizás un año, colocaron una nueva bionda en la antigua N-VI, entre Vega de Valcarce y Ruitelán, sin sustituir la anterior, achicando completamente la senda de los peregrinos y dejándolos a merced de los coches.

Hacer una senda paralela a la carretera para los peregrinos quizás suponga un esfuerzo presupuestario excesivo para la Junta, pero estropear lo que hay, por pura desidia, también nos cuesta dinero a los contribuyentes.