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Publicado por
José Luis Alonso Ponga
León

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Este artículo es un compromiso de agradecimiento a los cofrades del Señor Sacramentado de Laguna de Negrillos y al mismo tiempo un recuerdo nostálgico de mi juventud en el Páramo Bajo.

Conozco el vino del Páramo desde hace varias décadas. En 1970 asistí por invitación de un gran amigo, en el yermo Tinuko Zotes, y en el siglo Isaac Huerga, con raíces en Ribera de la Polvorosa, a la fiesta de la Cooperativa en Grajal de la Ribera. Una fiesta bien organizada y espontánea a la vez, donde el vino de aguja y el albarín dictaban el ritmo de la diversión. Allí se reunían los parameses, los de La Vega y los venidos de las vecinas tierras zamoranas para homenajear a una de las riquezas del momento. Aún no se había desarrollado el concepto denominación de origen DO ni la idea de productos autóctonos. La Cooperativa de Grajal, como otras del Sur de León, se creó para ayudar a los labradores a mejorar el vino y, sobre todo, sacar más dinero por el que producían. Y no cabe duda que lo consiguió. Aunque no faltaron detractores. Los que pensaban que ningún «enólogo con estudios» podía saber más de mostos y cocciones que ellos, a los que les habían salido los dientes entre los poínos.

El Padre Isla habla de la peligrosidad que tenía en su época, siglo XVIII. Según da a entender, en el cantamisa de Fray Gerundio de Campazas, el vino del Páramo «hizo rodar por aquellos suelos a más de dos convidados», casi tanto como el de la Nava. Sin embargo, si hemos de creer a Madoz, un siglo después, en el Páramo sólo los campesinos bebían de su cosecha, porque los que gozaban de cierta holgura económica consumían los de Toro y Rueda.

Dejando a un lado las opiniones de unos y otros, aconsejo al que quiera comprobar las cualidades del licor paramés actual, que se acerque a la comarca y comprobará que no necesita que lo alabemos, porque como dice el clásico «ello a sí mismo se alaba». El consumidor de paladar exquisito y el gourmet exigente puede conseguir rotundos albarines y prietospicudos de calidad extraordinaria. Ahí se mantienen para demostrarlo empresarios como Bodegas Peláez en Grajal, Vitalis y Pedro Marcos en Villamañán, o Vinalia en Villacalbiel (por no citar más que las cercanas a Laguna) o contar con la generosidad de cosecheros particulares que saben más que el diablo cojuelo. Eso es lo que le pasa a Felicísimo, proveedor oficial de las reuniones de ASAF.

Andaba yo revolviendo documentos en el Archivo Diocesano de León (gracias, Fernando, por el buen trato que nos dispensas) en busca de datos para estudiar la impresionante procesión del Corpus de Laguna de Negrillos, cuando me topé con unos documentos de la Cofradía del Señor Sacramentado que ilustran la raigambre vitivinícola de El Páramo. La hermandad tuvo en el vino su gran fuente de riqueza desde la fundación, en el s. XVI, hasta comienzos del s. XX cuando los cofrades decidieron pagar en dinero contante y sonante los compromisos con la hermandad.

La cofradía del Sacramento no era dueña de ninguna bodega, tenía alquilada una cuba grande en una de ellas. Cuando se percataron que el negocio era rentable consiguieron una segunda. Se la regaló un vecino, pero dado el tamaño hubo de montarse dentro de la cueva. Y allí metieron las bimbres, los arcos y las duelas, colocándola para mejor manejo sobre los poínos de adobe y tabla.

Tenían cubas y hacían vino, pero no tenían barcillares. Tranquilos que entonces no había química para hacer lo que todos pensamos. El vino lo elaboraban el mayordomo de cada año con algún cofrade más apañado (no olvidemos que hasta hace unos años cada cual arreglaba el suyo en casa y no le salía mal). Todos en El Páramo tenían un poco de enólogos. Por las vendimias cada hermano aportaba una cántara de mosto. Además, los vecinos que sin ser hermanos querían agradecer algo a la cofradía, ofrecían las cántaras que creían conveniente. Si aun así no se llenaban las cubas, compraban el necesario. En este caso el mayordomo pasaba recado a algunos hermanos para trasegar el líquido. Eran los mosteros, (así se nombran en los documentos) que colaboraban de buena gana porque tenían a gala echar una mano a la cofradía. La hermandad, como reconocimiento a su labor, les invitaba a una ligera colación regada con vino, por supuesto. Pero de vez en cuando salía algún revirado respondón que protestaba por todo y se negaba a acatar la orden del mayordomo. En una ocasión un hermano no asistió a la llamada del prior. Es un eufemismo para decir que no le dio la gana arrimar el hombro. Ello motivó que se reuniese la cofradía para atajar la rebeldía, y se decidió que debía pagar una cantidad de cera blanca, que no amarilla, para alumbrar al Santísimo. Porque, aunque la cofradía andaba sobrada de vino se veía alcanzada de cera.

El encargado de las cubas debía estar atento a las mermas, para atestar en caso necesario. Tanto el mosto como el vino de los atiestos está conveniente reflejado en los escritos. El vino era vino de aguja, tinto, madreado. Así aparece año tras año en las cuentas. Se anota el dinero gastado en las cargas de uva tinta para teñir el vino. Y en algunas ocasiones precisaban que se compraba para madre. A pesar de que el vino era hijo de tantos padres, aunque de una sola madre, generalmente salía bueno, porque los encargados de su cuidado se esmeraban. Pero como sabemos que hasta el mejor escribiente echa un borrón, un año se les picó. Según sus palabras se aceó y no hubo manera de darle salida. Una vez más se reunió la cofradía al completo para dar solución al problema. Decidieron que cada hermano se hiciese cargo de una cantidad (todos la misma) del vinagre y que la devolviesen en mosto para las vendimias venideras.

Si se estropeó no fue por desidia de los bodegueros. Estos cuidaban las vasijas con mimo y esmero. Las lavaban, embriaban, azufraban, daban las lechadas cuando era necesario, y hasta compraban la sangre de toro necesaria para clarificar el caldo. De venderlo se encargaba una persona, hombre o mujer relacionada con la hermandad, que estaba atenta a la llegada de compradores a la villa. Generalmente lo llevaba todo un tratante, de una sentada, pero en ocasiones tardaron hasta once días en despacharlo. La cofradía cuidaba mucho de su capital, aprovechaban hasta las escorreduras. Años hubo en que las entregaron al mejor postor que devolvía en mosto la cantidad recibida.

La cofradía gastaba de su propio vino tinto en las colaciones, menos los años en que no constan noticias del madreado y sí del consumo de un vino blanco, elaborado por ellos.

He dicho que no tenían barcillares, pero de vez en cuando algún vecino generoso les donaba unos «linios». Así ocurrió en 1742, cuando se hicieron con unas viñas, o algo parecido, porque según algunos no pasaban de adiles con cepas perdidas. Como en las ocasiones que se debía de tratar cosas importantes de la Cofradía, se reunieron para ver cómo le sacaban partido a la donación y decidieron recuperarlas y ponerlas en explotación. Y así se comprometieron a que «los hermanos que no hubiesen bienes ir en uno o dos días festivos, y escavarlas, y los que tuviesen labranza se obligan a ararlas también en uno de los días festivos y el que no pudiese escavar o arar así mismo se obliga a ir uno o dos días a podar; y el que faltare en uno de los días que se le avisase para dicho cultivo, se acordó en dicha junta y todos consintieron se les multe en dos reales y medio aplicado para gastos de los demás que asistiesen». La iglesia, aunque prohibía trabajar domingos y festivos, en casos como este concedía permiso para hacerlo, porque consideraba que era por una buena causa.

Los documentos de la Cofradía de El Señor Sacramentado son una fuente de primer orden para conocer la economía, la sociedad, y sobre todo los modelos de producción de los barcillares en el Páramo. El vocabulario que reflejan ha llegado hasta nosotros, y aún se utiliza entre personas de cierta edad. Como la producción vitivinícola de El Páramo ha sido muy parecida a la de La Vega, Los Oteros, Valdevimbre, Valmadrigal y las comarcas zamoranas limítrofes, los documentos a los que hacemos referencia son básicos para el conocimiento del mundo rural en la Tierra Llana. O al menos a mí me lo parece.

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