Diario de León
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La celebración este año del sesquicentenario del nacimiento de Azorín es buen pretexto para recordar la relación del gran escritor con nuestra provincia, El Bierzo en particular y ya en plan más anecdótico Cabrera. Hablando de Berceo y la Rioja en su libro de 1905 Leyendo a los clásicos , Azorín cita otras cinco regiones españolas, «feraces y placientes», El Bierzo incluido, como las más bellas y pintorescas de España. Se trata aquí de una cita de pasada, pero en 1945 le dedica el primer capítulo de El paisaje de España visto por los españoles , y en él rinde homenaje a Gil y Carrasco, quien reflejó la belleza de sus espléndidos paisajes en las descripciones, inaugurales en la literatura española, que prodiga en El Señor de Bembibre y Azorín reproduce con admiración.

En 1924 publicó el libro Sin perder los estribos , donde puede leerse: «Hace poco, en un artículo, hablando de las montañas de León, escribía yo esta frase: «puerto, portillines y morredero». Los puertos de una montaña ya sabemos lo que son; los portillines —no trae esta voz el diccionario— pueden ser puertos pequeños, angostos. Pero ¿qué es morredero? Confieso que yo empleaba esta voz sin saber lo que significaba. No la he encontrado en ningún diccionario (…) Sin embargo, es término auténtico, castizo».

La palabra le salió al paso de su lectura de un libro titulado Vida pastoril, donde, en efecto, se menciona «una cima elevadísima llamada el Teleno, que todo el año conserva nieve en los puertos, portillines y morredero». La palabra, que va así, en minúscula, le llamó poderosamente la atención. Dice el académico Álvarez de Miranda que Azorín, por esas fechas recién ingresado en la Academia, se empeñó en que figurara en el diccionario la palabra de la que se había encariñado. Nada extraño en él, por lo demás, dado su empeño en recuperar y usar los términos propios, simples y claros del lenguaje común y popular; entre otras muchas, menciona serondo (en Cabrera seruendo), que vale por tardío, ya se trate de fruto, animal e incluso persona; o cortinales (cortinas), huertas en torno a los pueblos. Él no podía saberlo, pero en realidad no es un nombre común, sino el topónimo así llamado, Morredero, la sierra que se prolonga en dirección oeste desde la altura del Teleno, en la que también se localizan esos Portillines, donde la carretera inicia el descenso hacia el Bierzo y Ponferrada.

Comprendemos que Azorín tilde el término de auténtico y castizo, porque es cierto que, pronunciada la palabra, el oído al punto la interpreta asociada a morrer (morir), para definir un lugar de muerte o «moridero» y solo porque ese paraje reúne condiciones que en ciertos momentos pueden acarrear peligro de muerte: así una sierra nevada en invierno y el paso por un puerto o collado de la misma. Lo que ocurre es que esta explicación «de oído» resulta del todo insatisfactoria, siendo así que la toponimia se entiende mejor ligada a alguna característica del terreno, porque es idea comúnmente aceptada que el indoeuropeo tenía una gran dependencia de la naturaleza y sus fenómenos. La toponimia dependiente de la hidronimia propicia que los términos, por opacos que sean o parezcan, se expliquen por sí mismos, sin necesidad de acudir y echar mano de leyendas o relatos ancilares. Por lo demás en ella un mismo término puede revestirse de masculino o femenino, y ambos en singular o plural.

Veamos nuestro caso, previamente avisados de que en el lenguaje cabreirés Morredero alterna con Morredeiro, este no obstante prevaleciente. Pues bien, en el mismo ámbito montañoso, pero en la zona del lago de La Baña, se encuentra Mortera (o Morteira) Cavada. Ese Morteira puede perfectamente en otro punto nominarse Morteiro, que a continuación y mediante cambio ortodoxo de consonante, evoluciona a Mordeiro, para terminar, previo el toque de oído, en nuestro Morredeiro. La hidronimia parece segura: el río Tera nace precisamente ahí, a los pies de Mor-tera, mientras que el otro miembro aparece en Villamor (y variantes), en Rimor, Rumor y Tremor, así como en muchas fuentes y peñas, llamadas del moro, los moros, la mora, etc.

La carretera que sube al Morredero tras cruzar Corporales, cerca ya de la cima, deja a la izquierda una singular formación rocosa, a base de grandes bloques de pizarra, donde el superior, con la hechura de una poderosa placa de perfil quebrado, se asoma sobre el que lo soporta en un breve vuelo con inclinación de despegue. Vista en perspectiva, la silueta que dibuja recortada sobre el fondo azul se nos antoja la figura de una solemne cabeza en ademán pensante, de modo que frente a ella nos sentimos impelidos a imaginar al dueño estratosférico de esa cabeza sideral arrobado en graves cogitaciones melancólicas, detenida en su escorzo mineral para la eternidad. Si ahora, volviendo a Azorín y evocándolo, según el título de su libro, «andando y pensando», proyectamos la figura de su noble cabeza perfilada sobrepuesta a la efigie ilusoria del pensador del Morredero, la piedra nos lo devuelve inmóvil, pero pensando. Los ideas y ensueños que brote esa cabeza pensativa, trasladados al blanco papel por una pluma minuciosa, «auténtica y castiza», cuajarán un monumento perenne en la literatura española.

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