Sufrimiento, felicidad y barbarie
Si usted es una persona que sólo vive para sí misma, para todo lo que halaga al propio yo, cautivado por la acedia, la molicie y la tibieza, mejor no siga leyendo esto. No escribo para usted. Lo hago sólo por si me lee alguien con coraje, con sentido del honor, capaz de sacrificarse por los demás, y que no huye a toda costa de los sufrimientos que tarde o temprano, e inexorablemente, a todos nos trae la vida. Y me adelanto ya con la esencia de mi pretendido mensaje, trayendo a colación aquella luminosa y acertada frase que creo que se atribuye a J. Balmes: «en tiempos de las bárbaras naciones, colgaban de las cruces los ladrones; hoy, en el siglo de las luces, del pecho del ladrón cuelgan las cruces».
Canta Shakira, en su memorable Acróstico , que sirve de anestesia el dolor. Y duele la vida, pero el dolor, físico o moral, nos va purificando. Que la vida es eso, alegrías y sufrimientos, en medio del fragor de una lucha continua, por amor y hasta el último instante de la misma; una guerra contra cuanto nos aparta del bien, de la verdad y de la belleza. Porque la vida sólo vale la pena vivirla si la convertimos en entrega al prójimo, si es un pensar en los demás, y un continuo intento de vencer la maldita pereza que nos paraliza alma y cuerpo, buscando humildemente el bien común, y no sólo el propio, como a menudo, egoístamente, hacemos. ¡Ah, y sin buscar reconocimientos y medallas a todas horas y a toda costa! Hagámoslo intentando pasar desapercibidos —como los políticos en verano— a los ojos de los hombres, como obrando como la oculta levadura que hace fermentar la masa, lo que tiene sentido cuando al menos intuimos o sabemos que para Dios no hay héroes anónimos. Porque sólo si mejoramos cada uno podremos pedir a los demás que lo hagan, que sean buena gente, como se dice ahora, y que abandonen ese punto de locura e insensatez, tan rayana a veces con la necedad, que nos hace sucumbir ante la más leve adversidad.
Mi difunto y querido padre tenía un librito en su mesita de noche, escrito hace ya casi un siglo por un santo varón de cuyo nombre no quiero acordarme. Me llamó la atención algo que en él leí: «Estas crisis mundiales son crisis de santos». Creo que lo que entonces pensaba aquel buen sacerdote sigue estando hoy de rabiosa actualidad. Toda una civilización se tambalea (seguía diciendo aquel hombre de Dios), impotente y sin recursos morales, ante la mirada atónita de tantos y tantos hombres de bien. Los encontramos por doquier: son esos mismos que nos dicen que ni roban, ni matan (ni andan con malas mujeres, añaden aún unos pocos), pero que callan cobardemente, cooperando al mal por omisión, mientras contemplan la debacle de esta decadente sociedad, viendo cómo el diablo, hábil y arteramente, lo convierte todo en un solar, en una especie de tierra baldía, con nuestra patética complicidad. Lo que intenta hacer cargando contra la familia, las instituciones y cuanto hay de noble en todo el tejido social; buscando con denuedo enfrentarnos a todos contra todos, inoculando el odio en las almas, incluso desde la más tierna infancia, mientras impenitentemente trata de meternos a todos en su densa ciénaga oscuras tinieblas.
Con frecuencia, ¡qué cobardes y frívolos somos! Sí, quejarnos se nos da muy bien a todos, y ver la paja en el ojo ajeno sin ver la viga en el nuestro. Pero es esa una queja estéril, cuando no nos lleva a un cambio personal ni se traduce en la práctica, al menos altruista, de buenas obras, también cultivando a veces la cultura de la gratuidad. Y es que a veces, con tanta hipocresía, con ese ir de sobrados por la vida, ¡qué pena penita damos! ¡Y cuánto, en lo ético, retrocedemos, con una manifiesta involución envuelta bajo el seductor manto de un falso progresismo, que a menudo se nos quiere vender en la tómbola de la vida! Tanta búsqueda de sentido y felicidad en la tecnología, con la que queremos saciar el infinito hambre de amor que desborda nuestra vida, sin encontrar sentido a la misma, al querer ignorar que no puede haber ciencia sin conciencia. Y es que aquí quiero aquí levantar acta de esa decadencia moral que, con su halo de hedor, perturba nuestras vidas con grotesco e infame grosería moral, evidente al menos para quienes se niegan llevar vendados los ojos de la razón.
Cual patosas avestruces, nos escondemos y diluimos en la anónima masa para negarnos, por ejemplo y con excusas de baratija, a defender las vidas de los enfermos, de los pobres y de los ancianos, así como del más elemental derecho a vivir, el que tiene el concebido y no nacido, que es el más débil, indefenso e inocente de todos los seres humanos; tratamos aquí de levantar la voz ante esa cultura del descarte de la que habla Francisco, y ante ese silencioso y silenciado holocausto universal, culmen de todo un cúmulo de sangrantes egoísmos. Y es que sin respetar la dignidad de todo ser humano, y sobre todo el más elemental derecho a la vida, se socavan los más elementales fundamentos de todo el orden moral.
Ante este desolador panorama, esta tierra moralmente baldía, ¿puede hacer algo útil un cristiano de hoy, de los que se llaman convencidos? Creo que sí, y mucho. Porque como dice con clarividencia el insigne Robert Sarah, la Iglesia es hoy ya el único y último refugio que nos queda ante la infestación de inmoralidad que envuelve a Occidente. No hace falta ser de izquierdas ni de derechas para ver que nos queda un eficaz antídoto contra el rampante laicismo que todo lo anega, contra el absurdo nihilismo, la dictadura del relativismo, la nefanda ideología de género, y mil vientos de doctrinas esparcidas por los señores Nietzsche, Freud, Sartre y Marx (entre otros), que nos hunden en el pesimismo mientras impregnan e informan nuestro pensamiento actual.
Y esa receta tiene un nombre, por mal que nos pese reconocerlo: se trata de la conversión personal a Dios de nuestro pobre y enfermo corazón. Porque cuando la criatura se rebela contra su Creador…, así nos va. Sabiendo en todo caso, y volvemos ahora al principio de este artículo, que el sufrimiento y la felicidad son compatibles; más aún, inseparables compañeros en el mismo viaje de la vida. Pero no necesitamos claudicar ante esa la barbarie que hoy se disfraza de letal libertinaje.