Los políticos, todos ganadores, ¿y los electores?
Ya saben aquello del poeta: «En este mundo traidor nada es verdad ni es mentira: todo es según el color del cristal con que se mira». Es lo que en términos psiquiátricos conocemos con el término catatimia, que viene a significar que la realidad es deformada por cargas emocionales de elementos inconscientes, lo que hace que, siguiendo la metáfora del poeta Campoamor (que ya es significativo que califique al mundo de traidor), moldeemos la realidad a nuestro gusto. En el caso de los políticos, tras conocer el resultado de las elecciones, es algo muy llamativo y paradigmático. Veamos sus reacciones habituales.
Contemplemos primero a los perdedores. Acostumbrados al éxito (deseado siempre, aunque la realidad dijera lo contrario) no conciben otra cosa. No están acostumbrados al fracaso y tratan de arreglárselas para darle la vuelta al resultado que, objetivamente, puede ser regular o malo. Para ello utilizan toda una serie de valoraciones, conjeturas, explicaciones buscando que su narcisismo se refuerce o que salga lo menos malparado, según. Introducen en su análisis elementos de lo más variopinto, algunos con cierta verosimilitud, pero otros son producto únicamente de su fantasía, de sus deseos insatisfechos. El caso es dar la imagen de ganador, sacando pecho de haber conseguido la medalla de bronce, aunque en la carrera no hayan participado más que tres corredores. Y eso cuando no echan la culpa a los electores que no han sabido interpretar y valorar adecuadamente su programa. Se parecen mucho al mal estudiante cuando, según la nota obtenida en el examen, asegura: He aprobado o me han suspendido (no dice: me han aprobado o he suspendido).
El análisis riguroso y la lógica que conduciría desde unos planteamientos, tesis, datos objetivos etcétera, a unos resultados consecuentes y derivados de las premisas, son desvirtuados por la introducción de los cristales de colores, reforzando lo cantado por don Ramón. En eso, los políticos son unos artistas.
Sigamos el modelo habitual de las clásicas ruedas de prensa tras las elecciones, de cuya campaña habremos asistido al espectáculo circense en el que no habrán faltado los malabaristas, los ilusionistas, los aficionados a domadores de conciencia, los prestidigitadores y, por supuesto, los payasos. Los políticos en ciertas circunstancias se retratan más y mejor. Mienten mucho, y a veces como bellacos. A veces es tan gruesa la mentira que el oyente o el espectador capta enseguida la verdad. «Antes se coge al mentiroso que al cojo», que reza el refrán. En el caso de nuestro presidente del Gobierno actual, mentiroso contumaz, hay que estar atento no cuando dice una mentira, que eso está tirado, sino cuando parece que dice una verdad, que a veces lo hace para confundir al personal. Entonces hay que estar atentos a su lenguaje corporal, sobre todo a ciertos gestos que se le escapan o que controla con menor habilidad. Lo que no falla (ahí siempre acertamos) es cuando uno siente que él se está descojonando por dentro de la risa. O cuando se viene más arriba cuando no toca y el narcisismo exacerbado le puede.
Veamos, pues, lo más significativo y granado que los políticos nos ofrecen tras las elecciones. Bueno, primeramente, observemos la reacción corporal de los menos agraciados en el sorteo: Cara de circunstancias, mirada perdida o estrábica, hombros encogidos, gestos flácidos, movimientos lentificados, primeras palabras con escasos decibelios de un discurso enhebrado sin entusiasmo ni auténtica convicción. Se nota un montón el papelón. A medida que va desgranando las ideas y tratando de hacer la crítica de lo acaecido, se ve enseguida cómo le patinan las neuronas. Quiero decir que trata de salir airoso de una situación incómoda, retorciendo argumentos para intentar acomodar los resultados que admite como un contratiempo inesperado, quizá por no haber sabido transmitir adecuadamente la bondad de su producto (cosa que no cree, pero que plantea como un mea culpa para salir del paso). Y si no culpabiliza a los electores por ignorantes o vendidos por miedo, se queda con ganas de hacerlo. Nunca admitirá que, en realidad, su producto era de escasa calidad. Eso ni de coña, faltaría más. Admite, pues, el fracaso, que trata de camuflar con sinónimos edulcorados para la ocasión: El resultado no ha sido el esperado, lo admitimos, pero esto representa un acicate para luchar y alcanzar en un futuro aquello que realmente merecemos y para conseguir un mundo mejor en beneficio de los ciudadanos (bla, bla, bla). De todas formas, se nota en la cohorte que, lánguidamente, acompaña al líder que el revolcón ha hecho daño y se muestra entre el disimulo orgulloso y el dolor del tortazo recibido.
Seguidamente entrará en escena el ganador real tras el recuento de las urnas. Ya antes, cuando se veía o se presumía que el resultado le iba siendo favorable, el líder y su troupe se muestran excitados, ríen abriendo mucho la boca, se miran alborozados, la cabeza alta, los brazos prestos a darse abrazos, la mirada chispeante, altanera. Todo apunta, siguiendo las enseñanzas del Dr. Freud, que la excitación sexual va a llegar al desparrame de un momento a otro. Eso en los prolegómenos, después, una vez conocido el resultado definitivo del recuento, el sumo sacerdote del partido, majestuoso en sus ademanes, metafóricamente levitando varios palmos del suelo, hace un gesto calculado de que amainen los aplausos y parabienes, pero invitando en el fondo a todo lo contrario. Se regodea en el éxito, simplemente. Después enhebra un discurso preparado para la ocasión en el que abundan el agradecimiento hacia quienes le han elegido (no dice nada de quienes le han negado el voto o le han «despellejado» vivo, a esos que les den), todo con un orgullo desmesurado del éxito obtenido.
Al final, todos han salido victoriosos. Los «ganadores perdedores» asegurarán que serán el contrapunto, el fermento, el acicate para que la nueva corporación lleve a cabo la política auténticamente progresista y justa. Son éstos los que se sienten o padecen el complejo de David venciendo a Goliat. Los «ganadores efectivos», después de asegurarse de qué hay de lo mío, prometerán (muchas de las promesas serán falsas) un nuevo periodo de bonanza con incansable dedicación al bienestar de la ciudadanía que los ha elegido para tal cometido. Éstos se sienten o padecen el complejo del dios Zeus de la mitología griega.
Y los electores, ¿han ganado, han perdido, han empatado en el enfrentamiento? Es obvio que el elector nunca gana porque, en las circunstancias actuales, su voto solo aporta ganancia al político quien decidirá más tarde si reparte la pedrea. Si los electores han jugado en el casino de las elecciones, y «la banca nunca pierde», saquen ustedes mismos las conclusiones. Claro que, dado que el pan se hace con la harina procedente de los granos del trigo, la calidad del pan será la consecuencia, en gran medida, de la calidad de dichos granos. Quiero, con esta metáfora, dejar clara mi visión al respecto, que los políticos, hábiles en el manejo de los entresijos del alma humana y particularmente de sus vicios y flaquezas, solo tienen que sacudir el árbol y esperar a que caigan las nueces. Después…