Diario de León
Publicado por
Pablo Lobato Villagrá
León

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Despedimos otro verano. Un verano más, en el que hemos visto cómo a los termómetros les faltan números en la escala para marcar las máximas, y les sobran para las míninas incluso en aquellas noches de agosto que, decían nuestros abuelos, nos ponían el frío en el rostro. Un año más de hierbas sequísimas, de caudales con más piedras en la ribera y menos agua en el cauce, porque apenas ha llovido en una primavera casi estival, y a la nieve, que ya no está, casi ni se la espera. Pero ha sido un verano más con todas las piscinas privadas llenas para refrescarse, con un imponente y brillante verde de los campos de golf que se agolpan por toda la costa mediterránea destacando entre el árido paisaje, donde ya se pueden contar más hoyos que en la propia Escocia. Otro verano, uno más, entre las restricciones de agua y el dispendio más estúpido.

Y en estas, nos saluda septiembre cargando de golpe en dos días toda la lluvia que llevaba meses sin pasarse a saludar. «El tiempo se ha vuelto loco», dirán algunos; «esto debe ser cosa del cambio climático ese que dicen», añadirán otros; «pues vaya noticia, que llueve en septiembre», apostillarán los descreídos. Pero la realidad, a veces menos caprichosa de lo que la pintamos, es que llevamos unos años adentrándonos en una situación de caos climático. La realidad es que la cantidad de agresiones al medioambiente que acumulamos como especie se acaba por dejar notar. La realidad no es otra que el hecho de que hemos llevado al planeta a superar su capacidad de resiliencia, y algo se ha roto. Hemos alterado los ciclos geológicos que regulan la disponibilidad de los distintos elementos presentes en la Tierra, empezando por alterar el ciclo del agua. Y hemos variado las dinámicas atmosféricas y oceánicas, frenando las corrientes polares, y causando que las regiones templadas suframos un fenómeno de tropicalización, con aumentos de temperatura, desdibujando los límites entre las distintas estaciones, desapareciendo los entretiempos y con abruptos cambios de temperatura en periodos muy cortos de tiempo, y a la llegada de lluvias torrenciales que se alternan con graves periodos de sequía.

«Bueno, pero al menos llueve, que buena falta hacía», dirán aquellos que siempre buscan un lado positivo a cada momento. En realidad, aunque la caída de agua torrencial que traen consigo las Dana pueda suponer un pequeño alivio para las reservas de embalses y cauces de ríos, el agua que cae de forma torrencial no soluciona una sequía. Primero, porque su caída, masiva y en poco tiempo, daña el suelo pero no lo traspasa, de modo que el agua no se filtra a través de la tierra para nutrir nuestros maltrechos acuíferos, el sistema hídrico que se encuentra en la situación más crítica. Y, segundo, porque produce movimientos de terreno, coladas que implican que a los ríos no solo llegue agua, también áridos y otros elementos que alteran su cauce, lo que produce crecidas, además de coladas de lodos y barro, embalsamientos fortuitos por el material arrastrado que acumula agua, y hace que la riada resultante al romperse el espontáneo y endeble dique sea más virulenta. Y eso sin olvidar que, en muchos casos, las precipitaciones asociadas a una Dana ocurren en forma de granizo. Un pedrisco al que cualquier agricultor con buen criterio teme como a una de las siete plagas.

Y seguramente esto no acabe aquí. Con las temperaturas alcanzadas por las masas de agua oceánica, los mares y océanos, especialmente el Mediterráneo, y el tiempo que necesitan para bajar su temperatura no deberíamos descartar que la diferencia de temperatura entre el agua del mar y el aire colindante acabe desatando tormentas tropicales, e incluso huracanes. Fenómenos atmosféricos que nos parecían imposibles a estas latitudes se irán sucediendo, cada vez con más frecuencia, si no empezamos a tomar medidas ante la emergencia climática.

Y, aunque las conclusiones de la última COP (y van 27 clausuradas con un montón de papel mojado) no nos inviten al optimismo, tampoco debemos desalentarnos. Aún se pueden hacer muchas cosas para intentar paliar los efectos del cambio climático. Cosas que nos lleven a un decrecimiento dado que ya no hay crecimiento que se pueda sostener. Quizá así, levantando el pie del acelerador, podamos parar a tiempo y no acabemos cayendo a un abismo del que ya no podremos salir.

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