Diario de León

El complejo sistema de derechos y obligaciones

León

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Empleo el término complejo en la acepción de complicado, intrincado, confuso e incluso contradictorio por hacer parte del mismo sistema, en el imaginario colectivo, tanto los derechos que representan las libertades como las obligaciones que representan no solo la limitación de las primeras sino la necesaria premisa para conseguir dichas libertades. Me dirán que en un sistema equilibrado y «justo» no tienen por qué existir contradicciones y conflictos entre derechos y obligaciones, más bien al contrario. Estoy de acuerdo, pero parodiando al personaje zarzuelero, pregunto: ¿Y dónde está ese fenómeno?, lo que pone de manifiesto la rareza o la incredulidad de su existencia equilibrada en la realidad tangible, y no en la idealizada.

Voy a utilizar, para el análisis posterior, una serie de definiciones y cualidades del ser humano descritas por diferentes filósofos y demás pensadores: «animal con la capacidad de pensar y razonar, tener autoconciencia, desarrollar un lenguaje, animal metafísico, el hombre se responsabiliza de su propia existencia y es consciente de ella, etc. etc.» Pero que, a la vez que se diferencia del animal, comparte con éste la necesidad de satisfacer las llamadas necesidades fisiológicas como el comer, dormir, etc. incluida la satisfacción de sus deseos sexuales. También, que el ser humano es un ser social por naturaleza, lo que implica una organización para crear códigos de convivencia de obligado cumplimiento en aras del bienestar de sus miembros. El hombre necesita de la sociedad para realizarse, pero sin olvidar aquello de que «el hombre es un lobo para el hombre», en referencia a que el estado natural del hombre le llevaría a una lucha continua contra su prójimo.

Y, abundando en las diferencias cualitativas con los animales, al margen de su modelo de inteligencia, se afirma que el hombre no se limita a sobrevivir, pues «tiene capacidad de separarse de la naturaleza y sobrevivir de la cultura». A mí se me antoja que ésta es una frase, en gran parte, de una prepotencia gratuita que crea una dicotomía más teórica que práctica, cuando no de una ilusión metafísica, entre naturaleza y cultura. Claro, que también se afirma que «de ilusión, también, se vive» y, al paso que vamos, sobrará el también.

Hecho este preámbulo, me adentro en la parte mollar de este artículo, cual es la cuestión del derecho y la obligación en el devenir político y social (o a la inversa) en nuestra sociedad española. Al ser muchos y mal avenidos, no tiene nada de extraño encontrarnos con diversidad de criterios, incluso contradictorios entre sí, a la hora de establecer unas normas de convivencia civilizada. Para empezar, resulta difícil, para una buena parte del personal, diferenciar la verdad de su antónimo, la mentira, hasta tal punto que no se distingue si la mentira es un valor en sí misma, un derecho de la condición humana, e incluso una obligación pensando en el bienestar de la ciudadanía. Es más, la mentira pudiera ser considerada como implícita en el sustrato de la verdad, sustrato donde se almacenarían desde el inicio de la andadura humana tanto falsedades como errores de juicio, así como posiciones, disquisiciones, especulaciones y creencias más o menos dogmáticas derivadas de la cultura, que están al margen e incluso en contra de la naturaleza. Por eso, lo que se considera verdad en una cultura puede ser considerado falso en otra. Lo que ayer era norma, hoy ha dejado de serlo. Lo que ayer estaba prohibido, hoy es exaltado. Las normas dictadas por la naturaleza pasan por el tamiz de la cultura, que puede considerarlas vigentes u obsoletas dependiendo del gusto del «progresismo» del animal humano.

Dado que he tomado como referencia el binomio naturaleza versus cultura, supongo que la naturaleza, si pudiera darnos su parecer en un lenguaje comprensible para el hombre, nos diría que estamos poseídos de una petulancia infumable. ¡Ah!, pero la cultura no está para que el hombre pueda «sobrevivir al margen de la naturaleza…». Habrá quien diga que lo que pudiera pensar, decir o hacer la naturaleza le traiga al pairo porque, no tardando, la naturaleza, salvo para ciertos supuestos que le interesa mantener, tiene los días contados.

Es de sobra conocido que el hombre (lo mismo que la mujer, faltaría más) en general y el político en particular, es un artista a la hora de proclamar los derechos del personal invocando desde la declaración de los derechos humanos universales hasta los de andar por casa. Habrán observado que al político se le llena la boca cuando se refiere a los derechos y apenas si la abre para referirse a las obligaciones, que también las hay universales y de andar por casa. El político sabe muy bien que lo que vende y compra el personal es el derecho que supone la libertad y la garantía que deben ser aseguradas (en principio) por el Estado. Lo de las obligaciones inherentes a los derechos quedan en una nebulosa en la que no entran los políticos no sea que se moleste el personal. Esto me recuerda (valga una nota de humor y su variación para la ocasión) lo cantado por el poeta: «Las penas y las vaquitas se van por la misma senda. Las vaquitas (los derechos) son de nosotros, las penas (las obligaciones) son ajenas». También puede servir, para la ocasión, la declinación del verbo tener: yo tengo derecho, tú tienes derecho, él (ella) tiene derecho, nosotros tenemos derecho, vosotros tenéis derecho, y ellos (los otros) tienen la obligación de asumir los derechos de todos…

Así, el tener el derecho a trabajar no conlleva la obligación de tener que trabajar. Lo mismo ocurre con el derecho a la atención sanitaria total y gratuita, que me parece muy bien, pero que tampoco conlleva la obligación de poner en práctica hábitos que favorezcan la salud. Eso queda a la voluntad del interesado. Tener derecho a una formación académica adecuada y de calidad, que me parece muy bien, no comporta la obligación de esforzarse en conseguirla. Eso queda a la voluntad o al deseo del interesado. Y ni se les ocurra exigir al interesado el cumplimiento de sus obligaciones. Luego, pasa lo que pasa. Además, por decreto (con un par, sí señor) se declara el derecho (no el intento o el desiderátum, no) a ser felices, lo cual crea una enorme frustración tras la primera bofetada que te da la vida, porque el infante y el menos infante ni entiende ni admite que el principio del derecho a la felicidad tenga cortapisa alguna.

Se suele decir que la vida pone a cada uno en su sitio, lo que puede ser, incluso, considerado una injusticia, pues se parte del principio de que todos somos iguales, aunque la naturaleza se empeñe en llevar la contraria.

Claro, que para eso está la cultura, para separarse de la naturaleza y sobrevivir por sí misma…

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