Un holocausto silencioso y silenciado
Con la venia, reconozco que siento un cierto gusto al transgredir, a sabiendas, las normas que hoy establecen los políticamente correctos. Ante tanta mediocridad intelectual, que presume de ser «avanzada y progresista», a veces a costa de pisotear la dignidad del ser humano, confieso que siento un entrañable cariño por el salmón. Ese pez que nada contracorriente, río arriba, hasta llegar al manadero donde pone los huevos y muere. Muramos, pues, siquiera sea civilmente, si ése el precio a pagar por defender una causa justa. Total, eso, a estas alturas de la vida, y cuando hay tanto en juego... ¡poco me importa ya!
«Pero hay otro aspecto aún más grave y fundamental (...): hablo del respeto absoluto a la vida humana, que ninguna persona o institución, privada o pública, puede ignorar. Por ello, quien negara la defensa a la persona humana más inocente y débil, a la persona humana ya concebida, aunque todavía no nacida, cometería una gravísima violación del orden moral. Nunca se puede legitimar la muerte de un inocente (...). ¿Qué sentido tendría hablar de la dignidad del hombre, de sus derechos fundamentales, si no se protege a un inocente, o se llega incluso a facilitar los medios o servicios, privados o públicos, para destruir vidas humanas indefensas?» Estas fueron las palabras pronunciadas, sin paliativos, por san Juan Pablo II en Madrid, el 2 de noviembre de 1982, en uno de sus viajes apostólicos a España.
Aun así, me pregunto: ¿podría haber alguna excepción ante esta norma moral? Recuerdo cómo, hace años, compartía impresiones sobre esto con un Juez (este sí, con mayúscula), nobilísimo él y buen amigo mío. Sin prisa, confiadamente y con un café por delante, iba él poniéndome a prueba, intentando rebatir como podía mi argumentario. Y llegó el momento en que esgrimió lo que yo llamo «el argumento límite»: la menor de edad violada y que queda embarazada. Sí, la prueba a la que me sometió era durilla. Tras exponerme el caso, y de casos sabía bastante, decidí pronunciarme, ante ese supuesto extremo, al que se agarran quienes buscan abrir una portezuela que al final acabe por justificarlo todo. Aquella pregunta fue como un torpedo impactando sobre la línea de flotación de mi pobre intelecto. Ya no recuerdo qué le contesté a aquel hombre, pero sí que a continuación se quedó callado. Nunca supe si se quedó en un prudente silencio, pensando «esto ya no puedo rebatirlo», o bien -sabe Dios- «con este hago menos carrera que con una oveja».
Con lo que ahora voy a escribir sé que «me la puedo cargar»; ¡o no! La cosa es que, si hoy me plantearan tan delicado caso, algo sí creo que podría contestar. No para vencer, evidentemente, aunque sí para poder convencer... siquiera sea a una sola de las personas que quizás puedan un día leer esto. Para mí, sinceramente, con un solo nasciturus cuya vida pudiera salvar ya estaría justificado este esfuerzo.
Primero: es un caso tan límite que casi es imposible que se dé, dadas las violentas circunstancias fisiológicas en que se produce ese nefasto caso. Segundo: abortar es asesinar a un bebé ya en gestación, aunque queramos edulcorar ese acto llamándole «interrupción voluntaria del embarazo». Y matar es algo en sí reprobable, por más que se diga que no es así. Peter Singer, uno de los principales exponentes del «utilitarismo ético», dice que con el aborto sí que se elimina una vida humana (al menos al reconocer este hecho es honrado), aunque haya casos que lo puedan justificar, dice. Tercero: un gravísimo delito, como es una violación, ¿se arregla cometiendo otro, cual es matar al niño en gestación, con un bisturí, un aspirador o inyectándole una solución salina? Cuarto: ¿podemos ignorar el sufrimiento de ese bebé mientras lo despedazan, cuando el menos culpable de todo es él? Quinto: ¿es lícito cooperar con esa muerte y/o contratar a un sicario para que la lleve a cabo? Sangre, sangre inocente y más sangre. Finalmente: ¿y si ayudamos en todo y hasta el final a esa pobre gestante, para que cuando el niño nazca pueda ser dado en adopción? Lector, que vives como yo en una sociedad light, ¿y si acabamos de leer esto?
Termino casi como empecé, citando unas palabras del discurso que dio la Madre Teresa de Calcuta, pronunciado en la ONU el 11 de diciembre de 1979, al recibir el Premio Nobel de la Paz. Y lo extracto literalmente: «Creo que el mayor destructor de la paz hoy es el aborto, porque es una guerra directa, un asesinato directo por la madre misma (...). Y hoy el más importante, el más grande destructor de la paz es el aborto. Y a los que estamos presentes aquí nuestros padres nos quisieron. No estaríamos aquí si nuestros padres nos hubieran hecho eso a nosotros (...). Muchas personas están muy preocupadas por los niños en India, en África, donde muchos mueren, tal vez de desnutrición, de hambre u otras cosas, pero millones están muriendo de forma deliberada por la voluntad de la madre. Y ese es el mayor destructor de la paz hoy. Porque si una madre puede matar a su propio hijo, ¿qué falta para que yo te mate a ti y tú me mates a mí? (...). ¿Hemos hecho realmente que los niños sean queridos? Les mostraré algo aterrador. Estamos combatiendo el aborto con la adopción, hemos salvado miles de vidas, hemos mandado mensajes a todas las clínicas, a todos los hospitales, a todas las oficinas de la policía, diciéndoles: por favor, no destruyan al niño, nosotros recogeremos a ese niño; a esas madres no casadas díganles que vengan, nosotros nos encargaremos de ellas, nos haremos cargo de sus hijos, y les conseguiremos un hogar».
Entonces, ¿la adopción, en muchísimos casos, sería una posible solución? Pues pienso que sí, que podría serlo, porque hay madres que no quieren, o no pueden, tener a esos hijos que ya engendraron. Pero también hay muchas otras que desean tenerlos y no pueden ver satisfecho tan íntimo y maternal deseo. Ser madre creo que es de lo más grande que hay. Sí, la adopción. En la adopción está buena parte del secreto. También para el excepcional supuesto de aquella niña que antes he mencionado, tras quedar embarazada por tan infame individuo.