Diario de León

Fake news y teorías de la conspiración

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Mientras estamos entretenidos con Rubiales y Jenni Hermoso, acaba de entrar en vigor el Reglamento Europeo de Servicios Digitales que, entre otras cosas, va a «combatir la desinformación». No solo nos van a decir lo que es verdad y lo que no, sino que también van a perseguir y eliminar los contenidos falsos en las redes sociales.

Todo esto suena muy bien, pero ya nos advertía Campoamor, «que en él mundo traidor nada hay verdad ni mentira, todo eres según él color de él cristal con que se mira». Dicho en otras palabras, que este reglamento nos va a retrotraer, en lo que a censura se refiere, a los años anteriores a la Ley de Prensa de Fraga de 1966.

Realmente no estamos hablando de nada nuevo. Las grandes plataformas ya llevan mucho tiempo censurando contenidos. Lo que era una leyenda urbana, quedó confirmado con la compra de Twitter por parte de Elon Musk y la salida a la luz de los «Twitter Files». Resultó curioso escuchar la Vijaya Gadde, antigua responsable legal de la plataforma, ante la comisión de investigación del Congreso cuando le preguntaban cómo, sin conocimientos de medicina, había sido capaz de bloquear opiniones de prestigiosos doctores porque no se ajustaban a la narrativa oficial sobre la covid.

Así, lo que la acaba de entrar en vigor no es más que un reglamento anti Twitter, una vez que esta plataforma restauró miles de cuentas y limitó, que no suprimió, la censura. Como dijo el propio Elon Musk, la mayoría de las teorías de la conspiración que circulaban por Twitter resultaron ser ciertas. Ahora va a ser la propia administración quien asuma las funciones de la «policía del pensamiento», en palabras de Orwell, para atar en corto a díscolos como Musk.

Parece que lo que pretende la Comisión Europea es, en contra del que propugnaba Kant, que volvamos a una minoría de edad en la que sea el poder quien nos diga lo que debemos pensar y lo que no; lo que es verdad y lo que es conspiración.

Esta vuelta al totalitarismo tiene sus bases ideológicas en el concepto de «tolerancia represiva» de Marcuse, que viene a decir que «la realización de la tolerancia exigirá intolerancia frente a las practicas, credos y opiniones políticas dominantes», y que empezó a extenderse desde los campus universitarios norteamericanos a mediados de los setenta, como tan bien explica Darío Villanueva en su libro Morderse la lengua.

Hablando de conspiraciones, la semana pasada, entre cerveza y cerveza, les contaba a unos amigos, poco o nada conspiranoicos, el método que considero adecuado para movernos en esta jungla de la desinformación sin necesidad de «ayuda» estatal. Método que, basado en el empirismo escéptico de Nassim Nicholas Taleb, consiste en asignar a cada noticia, o a cada teoría conspirativa, una probabilidad subjetiva de que sea cierta o no, con posibilidad de modificarla en función de la información que se vaya obteniendo.

Así, les comentaba cómo yo, por ejemplo, doy una credibilidad cero al terraplanismo o a la teoría que dice que Putin es inmortal. Pero, sin embargo, la teoría de que Hitler no murió en el bunker podría tener una cierta base, especialmente después de conocer los supuestos detalles del suicidio y la chapucera investigación que llevó a cabo Hugh Trevor-Roper por encargo del gobierno inglés. Así, a esta teoría podría darle un 25% de verosimilitud (hasta un 40% en momentos de euforia). Lo que ya me parece más improbable es que Eva Braun, una vez muerto Hitler, marchase a los Estados Unidos con su hija, se casara con un tal Dunhan, y Barack Obama sea nieto de Hitler, según señalan algunos conspiranoicos. Por mucho que se parezcan la abuela de Obama y Eva Braun, le doy una credibilidad casi nula.

Volviendo a Twitter Files, las teorías sobre el origen del Covid en un laboratorio de Wuhan, en una investigación de ganancia de función financiada por los Estados Unidos, parecen ser cada vez más verosímiles, a tenor de lo expuesto en la comisión de investigación del Senado de los Estados Unidos y de las pesquisas del senador Rand Paul. De la que no tengo casi ninguna duda que sea cierta es de la que dice que Justin Trudeau es hijo de Fidel Castro. La amistad de los Trudeau con Fidel, el historial amoroso de Margaret y sus viajes a Cuba, la comparativa de las fotos de Justin con las de Pierre Elliott y Fidel, dan mucho que pensar, hasta el punto que, incluso, me atrevería a proponer al ayuntamiento de Láncara que nombrase hijo predilecto al actual premier canadiense.

De estas cosas tenemos poca información a través del Mainstream, y la que llega es a través de canales alternativos. Otro ejemplo del sesgo informativo con fines partidistas es el ocultamiento de todo el relacionado con los negocios sucios, prostitución y pederastia de Hunter Biden. Para saber algo del tema llega con seguir en Twitter a Kevin McCarthy, speaker de la Cámara de Representantes, por no irnos a otras fuentes que podrían ser tachadas de «bots rusos».

Entre toda esta información y desinformación resulta difícil separar el grano de la paja pero, por lo menos en mi caso, prefiero intentar hacerlo personalmente y tratar de calcular las probabilidades subjetivas de que algo sea cierto, a que me lo den hecho, y menos a que sea el poder quien me lo diga.

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