Diario de León
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ALeila la conocí en lo alto de una torre funeraria, en Tadmor, que es la antigua Palmira. En una torre que probablemente ya no exista, pues los muyahidines del Estado Islámico se entretuvieron en dinamitarlas todas.

Viajamos juntos hasta Homs y Hama y allí, junto a las norias del Orontes, se separaron nuestros caminos viajeros. De aquellas feraces tierras habían partido sus ancestros hacia San Miguel de Tucumán.

Con ella viajaba Luis Hazim, cuya familia había hecho el viaje a la inversa. Él se ganaba la vida como guía, acompañando a los pocos hispanohablantes que se acercaban por las tierras de Levante. De Luis me acordé muchas veces, sobre todo en los momentos más crudos de la guerra, y le pregunté a Leila por él, pero nunca supo darme noticias.

También me acordé del simpático propietario del hotel Al Kasser de Tadmor, con el que tengo una foto. Siempre recordaré aquella noche en la que vino a buscarme a la habitación para invitarme a probar una exquisita crema a base de plátano, fresa y coco, con sus amigos. Estaban todos sentados en el suelo, alrededor de una tartera de la que iban comiendo mientras charlaban. A mí me habían dado una taza aparte, lo que me hacía sentir un poco cohibido. Cuando uno de ellos me indicó que podía coger directamente de la tartera, como todos, percibí el significado de eso que llaman hospitalidad del desierto.

También sentí esa hospitalidad cuando, en Maarat Nouman, en la que después habría de ser una de las zonas más castigadas por la guerra, me acompañaron a ver al farmacéutico para que me hiciese de intérprete en inglés y me buscase un taxista para visitar las ciudades muertas de Al Bara y Serjilla; o en el autobús, cuyos pasajeros se movilizaron para entender lo que yo preguntaba; y, por supuesto, cuando la familia Oke me invitó a cenar en su casa de Bab Tuma, el barrio cristiano de Damasco.

Porque los cristianos de Siria, que representan el dieciséis por ciento de la población, son una minoría respetada y respetable, que convive en armonía con musulmanes chiitas, suníes y alawitas. De hecho, Siria acogió en su seno a las minorías cristianas del Tur Abdin que no tenían cabida en la Turquía laica de Ataturk, así como a los armenios que sobrevivieron al genocidio, formando ahora importantes comunidades en Damasco y, sobre todo, en Alepo. Precisamente dos de las Oke, católicas, eran profesoras en un colegio armenio al que acudían los hijos del presidente, que son alawitas.

Aun hoy recuerdo la emoción que me produjo escuchar arameo, la lengua en la que hablaba Jesucristo, en el monasterio de Mar Sarkis, en Maaloula, y lo guapa que era la monja que me engatusó para que le comprara un libro en el de Mar Takla. Me acordé de ella cuando Maaloula cayó en manos del Estado Islámico y secuestraron a todas las monjas de Santa Tecla.

Porque dentro de este paraíso de tolerancia hacía ya mucho tiempo que había echado raíces la intolerancia salafista de los Hermanos Musulmanes. El régimen del Baaz y de los Assad ya los había reprimido con dureza en 1982, sobre todo en Hama.

En 2011 se subieron al carro de las protestas de la mal llamada «Primavera Árabe» y, con apoyo de las monarquías del Golfo, consiguieron movilizar a una pequeña parte de la población en contra del régimen. La también argentina, la hermana Guadalupe Rodrigo, que por aquel entonces profesaba en un convento en Alepo, habría de contarnos en sus vídeos como, mientras ella veía gente por la calle manifestándose a favor de Bashar El-Assad, las televisiones de todo el mundo decían que se manifestaban en contra.

Siria lleva ya doce años de guerra, que se dice pronto. Si tres años fueron suficientes para devastar España, imaginemos lo que habrá pasado en un periodo cuatro veces más largo, y sin perspectivas de finalizar.

Aunque las zonas más ricas y pobladas están, y siempre estuvieron, bajo el control del gobierno, quedan extensos territorios controlados por milicias, algunas de las cuales son herederas de Al Qaeda o el Estado Islámico.

Hablé hace unos días con Leila. Quería que me diese su impresión sobre Javier Milei, pero la conversación acabó derivando inevitablemente hacia Siria. «¡Pobre Siria!» fueron las palabras de lamento de Leila por la tierra de sus ancestros.

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