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Publicado por
Miguel Ángel Escotet
León

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Los que en algún momento hemos dejado atrás nuestra morada natal comprendemos bien que Ítaca es mucho más que la isla griega de Ulises. Ítaca es una piedra preciosa, un territorio común a los sentimientos y pensamientos más universales del ser humano, es la madre de todos los territorios literarios, la materia de la que se construyen los sueños, el origen, quizá, de la utopía, el inicio y el fin de los anhelos. Ítaca es la celebración de la naturaleza humana, la capacidad del ser humano para sortear obstáculos y lograr metas, el símbolo de los sueños que se cumplen y del viaje que se debe recorrer para alcanzarlos.

¿Fue, quizá, Ulises el primer migrante de la historia, el primer nostálgico? El mito de Ulises tiene su precedente en el nóstoi (los regresos), la obra que relataba la vuelta al hogar de los héroes que combatieron en Troya. En Ítaca y su Odisea se asientan los pilares de una buena parte de nuestra cultura occidental europea. Todos los emigrantes, somos hijos de Ulises, exiliados de Ítaca, nostálgicos de nuestra tierra.

El exilio es una experiencia universal como lo son también los múltiples sentimientos y conocimientos generados por este. Así, la emigración es, sobre todo, un proceso de enseñanza-aprendizaje de ida y vuelta: de ida porque aprendemos y de vuelta porque enseñamos; de partida porque anhelamos y de regreso porque añoramos. Es un conocimiento permanente ejercitado desde múltiples dimensiones: la afectiva, la cognoscitiva, la evocadora, la narrativa o la introspectiva interpersonal y colectiva. Es por ello, que quienes emigramos, ya sea fuera de la comunidad o internacionalmente, aprendemos a respetar la diversidad, a incorporar nuevas culturas, a cuidar el entorno nuevo, a adaptarnos a los cambios y superar las crisis inherentes a estas mudanzas, a reconocernos en la diferencia, a respetar la variedad y a convivir en democracia y libertad. Y aprendemos también a extrañar, a vivir con la distancia y convivir con la nostalgia, a aceptar la separación, a saber renunciar, a ejercitar la resiliencia.

Nos convertimos en intercambiadores permanentes de nostalgia, como expresaba García Márquez, quien siempre se refería a la nostalgia como su compañera de viaje. Aunque la nostalgia es en parte una tierra de quimeras e ilusiones, y el papel que juega en la vida del inmigrante es fundamental, no siempre la nostalgia está exenta de malestar o sufrimiento. Psicológicamente, a la añoranza, a la ausencia del lugar, del pasado o de alguien, y muchas más acepciones, tienen la combinación del regreso y del dolor. Es decir, la nostalgia es en su origen griego, el dolor que produce no poder regresar. Está relacionado con el síndrome de Ulises o síndrome del emigrante, término acuñado por el psiquiatra Joseba Achotegui, como esa conducta de estrés crónico y múltiple, que salvo en casos extremos, permite normalizar la nostalgia como parte de la emigración y como motivación para fortalecer la propia vida. Podría decirse, por tanto, que existe la nostalgia inocua la que permite avanzar, y la nostalgia perniciosa, la que paraliza. En mi caso, como optimista por vocación, cualquier situación favorable o desfavorable, debe tomarse como un aprendizaje para seguir cambiando, mejorando, transformando.

La migración es una escuela de vida, una enseñanza que no cesa porque nos empuja a actualizar nuestro relato personal con cada cambio vital: cada vez que alcanzamos una meta, nos lleva a revisar quiénes somos, quienes fuimos o quien llegaremos a ser. Tantas veces me he preguntado ¿cuántos retales de Miguel Ángel Escotet hilvanan la piel que habito? o ¿cuántas patrias interinas conforman el mapa emocional de mi tez? o bien ¿cuántas diásporas me han enseñado nuevas lenguas, nuevas culturas y a cuántas he acercado las costumbres de mi propio país o mis países adoptivos? Efectivamente, todo ser humano vive, en cierto modo, varias vidas delimitadas en el tiempo y a veces, también, en el espacio. Un hecho, este último, que se acentúa en el caso de los que hemos emigrado varias veces, por eso me preguntaba, cuántos «yos» y cuantas tierras habitan mi piel. León es la ciudad que me vio nacer, Gijón y León las que me vieron crecer y Madrid la que acogió al primer universitario que fui. Venezuela, Colombia, Argentina, Francia y Estados Unidos, son esas segundas patrias en las que maduré profesionalmente, intelectualmente y a nivel personal, las tierras en las que me enamoré, construí una familia y levanté un hogar. Esta experiencia migratoria me ha permitido ampliar el horizonte vital, comprender realidades diferentes y tener una mayor apertura ante la diversidad y la multiculturalidad, algo que sucede de manera más difícil a quien permanece en un único universo cultural. El hecho migratorio, efectivamente, es una cuestión de identidad que cabe valorar no como una disyuntiva entre identidad y desapego, sino como un sumatorio positivo entre ambas posiciones.

Emigrar significa asumir con normalidad la opción de las identidades fluidas. Debemos superar esa consideración de que las personas tenemos una única identidad fija y excluyente a lo largo de toda nuestra existencia, porque el cambio es inherente a la vida y la identidad es un concepto flexible y líquido con gran capacidad transformadora. La identidad la configuran arquetipos dialécticamente dinámicos. Se construyen en el ahora, en elegir qué hacer ahora y en el futuro. «Yo no soy lo que me sucedió, yo soy lo que elegí ser» nos dice Carl Gustav Jung. Las culturas interinas son, qué duda cabe, parte de nosotros, contribuyen a la conformación de nuestra identidad individual y colectiva.

La identidad en la inmigración responde siempre a la necesidad de ocupar un espacio en relación con otros, está ligada a la interiorización de las diversas relaciones intersubjetivas y lugares culturales. Lugares en que nos han acogido y desde donde nos han pensado y otorgado un nombre que nos identifica, espacios que caracterizan nuestra existencia y roles en los que nos reconocemos y nos reconocen. Y es que la identidad tiene siempre su doble cara: la que responde a cómo los otros nos ven y nos definen y la que alude a la manera subjetiva en la que nos vemos a nosotros mismos.

Todo este proceso que experimentamos los que somos personas de la diáspora, se cuenta rápido y se dice fácil, pero ni se experimenta tan aprisa, ni es tan sencillo, muchas veces. El acarreo en el tiempo nos lleva a desarrollar destrezas y articular una serie de pensamientos que no habíamos explorado antes. Nos fuerza a innovar, correr riesgos, ser creativos, buscar nuevas perspectivas y soluciones diferentes, nos arrastra a educar la solidaridad, la empatía, el respeto hacia otros seres humanos y hacia el entorno, hacia la sostenibilidad, así como la convivencia democrática y la paz.

Desde diciembre de 1976 he vuelto varias veces y he regresado otras tantas a los lugares de adopción, intercambiando nostalgias, y desde 2014, como buen hijo de Ulises, he regresado a Ítaca. Encontré una tierra que habitaba temerosa en el umbral de nuestro olvido y mi recuerdo, aterricé con un catálogo de dudas en la frente y un calendario de ilusiones en el pecho.

No regresé a mi León natal ni al Gijón de mi infancia, me establecí en la ciudad gallega de A Coruña donde hoy vivo, pero de cualquier modo preservo mi alma emigrante y continúo honrando a todos esos países y esas ciudades y pueblos que habitan bajo mi piel.

Tierras que ya son parte de mí, de mis sueños, de mi memoria, de mi proceso de madurez y vejez, esas patrias interinas que me abrieron sus puertas y que aprendí a querer. Lugares que, como dice Mario Benedetti, «Así uno va fundando las patrias interinas, segundas patrias que fueron buenas cuando nos hacían un lugar junto al fuego y nos ayudaban a mirar las llamas. Es dulce y prodigiosa esta patria interina con manos tibias que reciben dando (…) es dulce y honda, de a poco percibimos sus signos del paisaje y nos vamos midiendo primero con sus nubes, luego con sus rabias y sus glorias. Acostumbrándonos a sus costumbres llegamos a sentir sus ráfagas de historia».