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La familia que vivía en aquella aldea comenzó a tener hijos. Dios les concedió salud y no murieron varios en la infancia como ocurría por aquellas tierras. Salieron fuertes, lo cual era necesario para lo que vendría por delante. La vida de aquella familia de aldea (o aldea de familia que era casi lo mismo) era nacer para vivir y vivir para mantener la explotación familiar. Los viejos que se iban retirando les sustituían los más jóvenes que se estrenaban con las tareas.

Los hijos fueron llegando hasta que un día el padre reparó en que la granja no daría para comer a todos en un momento dado. Y optó por lo valiente que casi siempre es lo cruel. Habló con los dos mayores y les explicó que era tiempo de dejar la casa para que buscaran fortuna. Los comentarios que se escuchaban en el colmado eran que por América del Sur había trabajo y fatigas pero también recompensa. Y los que volvían contaban historias extraordinarias y exhibían su éxito.

Dijeron adiós a su madre. Me cuesta imaginar la escena.

Fueron los tres al puerto más cercano donde podían embarcar a los mayores hacia Chile. Dijeron adiós a su padre a pie de barco. También me cuesta imaginar la escena. En la maleta, como se puede imaginar, poca ropa y una carta escrita por el padre para un familiar lejano que se decía tenía un aserradero. Al llegar al país había que buscar la ciudad y encontrar al pariente para que les diera el primer trabajo y el primer techo.

Al principio, los hermanos enviaban cartas cada mes; se notaban escritas apresuradamente diciendo que les iba bien (fuera verdad o no); contaban que el país tenía encanto, trabajaban fuerte y echaban de menos a los de casa y la tierra donde nacieron. La familia contestaba sin saber si aquellas cartas llegarían. Pasó el tiempo, las misivas se fueron distanciando cada vez más y dejaron de recibirse. Aquellos chicos nunca volvieron a la tierra que les dio la primera luz, aunque siempre se comentó que les fue bien.

En estos tiempos de tanta tibieza cuando alguien quiera explicar qué es el adiós (el de verdad) que no tenga inconveniente en poder usar esta historia.

Ahora los adioses son efímeros. Son más bien un «nos vemos luego». Esté donde esté el que se marcha le podemos encontrar al rato en las redes sociales o tirando de móvil se encuentran las personas siempre que quieren. Tan a menudo se habla que se agotan las cosas importantes que contar. Se narra lo que se ve por la ventana porque uno está en Tokio o el ventarrón que hace en la cumbre de un pico de 7,000 metros en el Himalaya con un teléfono por satélite. Nadie quiere romper el hilo. El adiós, de verdad, es duro.

Adiós era una palabra que abría un valle profundo entre dos lados que no se comunicaban. Eran las despedidas definitivas, las que empaquetan una parte de la vida y de los recuerdos. Despedida que una vez hecha sabías que no había vuelta atrás. Un adiós era un viaje de ida. Y no siempre de vuelta.

Vivimos ahora un adiós casi «presencial» porque el que se va no se acaba de ir. Vivimos en una presencia de todo y de todos. Algo neblinosa, ciertamente, pero los que no están siguen estando un poco. Nadie quiere decir adiós. Y punto.

Sinceramente no tengo opinión sobre si es mejor esta «aldea global» de la que hablaba Marshall McLuhan o un higiénico adiós y pasar página.

Por cierto, la historia contada líneas arriba tiene un final. Un final de tarde, estando en aquella granja aún en pie, ya sin animales desde hace décadas, con luz eléctrica y agua corriente, aparecieron unos chicos despistados. No eran del pueblo, claro. Pero se llegaron hasta la casa y nos contaron que su abuelo cuando eran chicos les contó de dónde partió y les dio una breve explicación de dónde y cómo era la casa.

Se les recibió. Se bebió vino y se asaron sardinas.