Dignidad y política
Los humanos tenemos dignidad «per se», por el mero hecho de existir. Esa dignidad se basa en lo que siempre he argumentado, como la característica que nos hace humanos: la conciencia de existir y de que algún día se dejará de vivir, además de ser únicos, irrepetibles, pues no habrá nadie idéntico a cada uno. No obstante, esa dignidad es independiente de que el desarrollo vital, tomado de forma individual y concreta, sea calificado de digno, en el sentido trascendente de ejemplar.
Precisamos vivir en sociedad (la mayor tortura es el aislamiento forzado) e imitamos comportamientos de los otros: lo cual puede generar círculos virtuosos o viciosos, según la naturaleza ética de esos ejemplos. La política, en su acepción de la Grecia clásica, es la preocupación por las tareas comunes de la sociedad y la democracia, tal como hoy día la entendemos, sería el gobierno sobre esas tareas comunes por sus miembros o ciudadanos.
Esta concepción es reciente en la historia (desde la Ilustración, finales del siglo XVIII), siendo la democracia liberal la que más altas cotas de progreso, libertad e igualdad ha logrado; mientras que sus alternativas, las democracias reales o populares, propias de los regímenes totalitarios (fascismo, nazismo y comunismo) sólo han producido pobreza, esclavitud, muerte y desolación. El sistema democrático liberal requiere de partidos políticos plurales, democráticos y libres, operando dentro de un marco legislativo aprobado por la ciudadanía (Constitución), junto a contrapoderes independientes entre Ejecutivo, Legislativo y Judicial.
La razón de ser de cualquier partido es servir de instrumento para vehicular la participación libre de los ciudadanos en la acción política, hacia el bien común, siguiendo unas guías de principios propios (ideología); nunca la finalidad puede ser el mantenimiento del poder por el poder, tanto individual, como del conjunto del partido, a cualquier precio.
Cuando los partidos dejan de ser útiles para la ciudadanía, acaban desapareciendo (o reducidos a la irrelevancia) por las inexorables reglas del «mercado» político, expresadas con pérdidas de votos y militancia.
Las actuales negociaciones del PSOE para conseguir la investidura de Pedro Sánchez Pérez-Castejón están en las antípodas de esos conceptos. La posibilidad de otorgar la Amnistía a todos los responsables del ‘procès’, incluyendo a los encausados y condenados por corrupción y violencia callejera, no sólo es un Golpe de Estado, en el sentido que definió Hans Kelsen (como modificación de una Constitución por vías distintas a las previstas por esa propia Constitución), sino que atenta contra el sentido de dignidad en la política. El propio Pedro Sánchez, usa dos razones indignas para justificar ese lacerante compromiso:
a) El «bien» de la convivencia en Cataluña (es decir, convivir considerando ciudadanos de segunda a los catalanes constitucionalistas, a los jueces, fiscales y fuerzas de orden pública que defendieron la legalidad constitucional en Cataluña y al conjunto de españoles no secesionistas).
b) Que se trata de la única forma de un gobierno de progreso.
Respecto a esto último, hay dos derivadas: primero, con tal planteamiento se considera progreso ir con terroristas (EH-Bildu), ideologías totalitarias (comunistas de Sumar y Bloque), carcundia reaccionaria (PNV), herederos del fascismo (ERC) y xenófobos supremacistas (Junts) y no se puede dejar gobernar a PP y Vox, no porque sean de derechas, pues PNV y Junts lo son mucho más, sino porque se consideran fuerzas españolistas (por lo que se demonizan), con lo que el PSOE se convierte en una organización anti-española. Asimismo, el segundo aspecto, es que se pretende consolidar que el fin justifica los medios (aunque no sean éticos) y algunos ven en ello un rasgo de la astucia de Maquiavelo, cuando sus consejos los dirigió a un príncipe absolutista, lo opuesto a una democracia liberal. No es de inteligentes, sino de gañanes, tal proceder y como las democracias se fundamentan en el respeto y cuidado de las formas, implica la muerte del sistema democrático.
Las democracias liberales no son opciones espontáneas que surgen y se mantienen sin esfuerzo, cuesta mucho alcanzarlas y aún mucho más conservarlas. Como ciudadanos libres e iguales que somos, soberanos cada uno de nuestra nación y dueños de nuestro destino, tenemos el imperativo categórico de evitar que destruyan el régimen democrático que entre todos nos dimos. No es algo que se pueda delegar sólo en políticos, jueces o fiscales, sino que nos corresponde a todos defender nuestro sistema de libertades. Las formas de protesta, no violentas, pueden ser diversas e imaginativas, pero también los afiliados y votantes de partidos que han apoyado gobiernos locales del PSOE (caso de la UPL en León, en ayuntamientos y diputación) deberían reclamar el cese de esos apoyos, con las correspondientes mociones de censura, aunque sólo sea por dignificar la política.
(*) José María Rojas Cabañeros es doctor en Ciencias y miembro de la directiva de Pie en pared