La Iglesia hoy: ¿decadencia o renovación?
Aquella Iglesia originaria de pequeñas comunidades caracterizadas por la igual dignidad de todos sus miembros (superación de la esclavitud y participación de la mujer); de comunión de vida y de bienes (salvaguarda de los pobres); de misión compartida dentro y fuera de la comunidad desde el carisma de cada uno; de acción contracultural respecto, por ejemplo, a la divinización del emperador y del servicio militar; de martirio, pagando con su sangre la opción de vida radical frente al sistema de vida imperante, y teniendo que refugiarse en las catacumbas —bajo tierra— para poder compartir y celebrar su fe. Así fue la Iglesia durante sus primeros 300-400 años.
Luego sobrevino el reconocimiento público y el predominio de la Iglesia —especialmente la jerarquía— en todos los ámbitos. Ante el declive del Imperio Romano, la Iglesia se hace portadora de la cultura global, desde los niveles filosófico-teológicos a los artísticos-arquitectónicos y los meramente prácticos —como agricultura…—. El poder de la Iglesia es omnímodo, desde la dimensión religiosa y moral a la económica y social. El poder de la Jerarquía se sacraliza: determina la vida personal y social y prevalece incluso sobre las autoridades políticas y militares (cesaropapismo).
Sí, pero en el momento álgido del cesaropapismo, en el siglo XIII, aparece Francisco (de Asís), un joven laico, tocado totalmente por el Evangelio («sin glosa»), en pobreza total (renuncia a toda propiedad), viviendo en medio del pueblo en pequeñas fraternidades (no ya «monjes» sino «frailes-hermanos menores»). ¿No nos evoca al actual Francisco papa, que clama hoy por «una Iglesia pobre para los pobres», abierta y cercana a todos, «en salida» a las periferias?
Y así continuó la Iglesia «todopoderosa», imbricada en las Cruzadas militares —de nuevo Francisco va al encuentro del sultán en Damieta, desarmado, pidiendo paz—; reprimiendo incluso con la muerte las herejías y presuntas brujerías… En el siglo XVI brota la Reforma Protestante, contestada por los Papas y príncipes católicos con el anatema y la acción militar, y a nivel interno con la Contrarreforma del Concilio de Trento. Sí, pero también el siglo XVI es el de Ignacio de Loyola, Teresa de Ávila y Juan de la Cruz —reforma carmelitana—, Juan de Ávila, entre otros. Época también de represión y expulsión en España de moriscos y judíos —que habían mantenido una convivencia secular con los cristianos, no exenta de tensiones—. Es la época también de la expansión colonial-evangelizadora de España especialmente en América, con sus luces y también sus sombras.
En la Modernidad, especialmente desde Inglaterra y Francia —Revolución Francesa—, se resquebraja el sistema político y religioso feudal y absolutista para dar paso a un régimen de libertades y derechos ciudadanos, finalmente a la democracia parlamentaria. La Iglesia sufre el embate de la secularización en Francia, de la Desamortización en España, la pérdida de los Estados Pontificios en Italia. Una Iglesia acosada fuertemente, pero ciegamente anclada en el sistema teocrático —Gregorio XVI y Pío IX condenan las libertades «modernas»—, al menos hasta el papa León XIII a finales del s. XIX.
En España, a lo largo del s. XIX y primer tercio del XX se manifiesta una intensa dialéctica antieclesial y anticlerical de importantes sectores sociales y se desata la Guerra Civil con la consiguiente vigencia del régimen franquista dictatorial en connivencia mutua con la Iglesia. La Iglesia en aquel contexto era «todopoderosa», con una participación y adhesión masiva, en la que obispos y curas ejercían un dominio casi total a nivel religioso-social-cultural. Pero, ¿qué lugar ocupaba realmente el evangelio de Jesús, la Buena Nueva de una vida personal y social tejida por la fraternidad, la igualdad, la justicia, la comunión de vida y de bienes, la reconciliación? Aquella Iglesia de masas ignoraba en gran parte esos aspectos nucleares —salvo la limosna puntual; la Iglesia atendió secularmente a los pobres—.
Pero, ya desde el siglo XVIII y especialmente en el XIX fueron brotando también cristianos/as, claramente «tocados» por el Espíritu de Jesús, fundando Congregaciones dedicadas al servicio, cuidado y promoción de los más pobres: niños y jóvenes en desventaja y marginalidad, enfermos, ancianos, prostitutas, incluso obreros a través de movimientos como Jóvenes Obreros Cristianos (JOC) en Bélgica o Hermandad Obrera de Acción Católica HOAC) en España.
El Concilio Vaticano II (1962-1965) fue inspirado sin duda por el Espíritu Santo al anciano Papa Juan XXIII, para promover el «aggiornamento» o inserción del evangelio y de la Iglesia en el mundo actual. El Concilio puso las bases de una renovada identidad eclesial con el tema central del «Pueblo de Dios» —que trasciende la monopolización eclesial jerárquica (o clerical) a favor de la igual dignidad y misión de todos los bautizados— y de una renovada misión de toda la Iglesia —pastores, religiosos y laicos— en el mundo.
El Concilio abrió una visión y una proyección nueva de la Iglesia en su interior y en su relación con la sociedad, pero luego no se desarrolló adecuadamente e incluso fue frenado en aspectos importantes. El clericalismo vigente y renaciente, nuevos tipos de espiritualismo, la falta de participación activa y corresponsable del laicado con la recurrente falta de reconocimiento de la igual dignidad de la mujer en la Iglesia, el déficit aun tan acusado de formación e implicación sociopolítica desde el evangelio por parte de los laicos, y ahora la pederastia y abusos sexuales especialmente del clero; todo ello, unido a la ola sociocultural de autonomía secularista y de economicismo consumista y hedonista, han minado la plausibilidad de la fe y de la vida eclesial.
¿Qué ha de hacer la Iglesia en una situación como la actual? No hay por qué soñar con una Iglesia masiva como antaño, sino con una Iglesia vivamente comunitaria en fraternidad y misión de servicio a los más pobres y de anuncio creíble del amor misericordioso de Dios en Jesucristo a toda la humanidad, especialmente a la humanidad sufriente. Una Iglesia cada vez más sinodal, de comunión-misión-participación por parte de todos. Y sí, hay brotes de pequeños (o no tan pequeños) grupos-comunidades cristianas que viran en esa dirección.
Además, la Iglesia hemos de limpiar la mente de toda idea o afán de poder o prestigio mundanos, asumiendo por adelantado el fracaso humano y la postergación o incluso persecución en cualquier situación o lugar. Hemos de ser la Iglesia «martirial» de los orígenes, como el mismo Jesús —«si a mí me persiguieron…»—. El rechazo o persecución por el evangelio es prueba de autenticidad cristiana. Ante el desaliento y la frustración Jesús nos dice, como a Pablo: «te basta mi gracia».
Y ante tanto escándalo eclesial del pasado y ahora de modo especial, la Iglesia pobre y humilde, ha de confesarse «pecadora» y «penitente», reconocer y pedir perdón sinceramente y resarcir en lo posible a las víctimas.
Benedicto XVI ya desveló la gran «podredumbre» oculta en la Iglesia y Francisco ha establecido que salgan a la luz todos los escándalos de pederastia y abuso sexual, que no se «tapen» sino que se sometan al veredicto legal canónico y civil. —«Nada hay oculto que no llegue a saberse»—.
Y ello no es una táctica oportunista sino la acción propiamente evangélica y eclesial de conversión y de sanación. La Iglesia es a la vez «santa y pecadora», «casta meretrix», unida sí al Padre por Jesucristo en el Espíritu, pero compuesta de personas débiles y realmente pecadoras, que no han de autojustificarse sino mantener una unión y seguimiento constantes de Jesucristo, discerniendo cómo realizarlo en cada momento y superando todo desfallecimiento, incluso caídas y negaciones —como Pedro—. La «pobreza de espíritu» —que incluye la pobreza económica elegida—, hace que el cristiano se despoje más y más de sí para acoger y experimentar la mayor liberación y plenitud de vida desde el don gratuito de la vida misma de Jesucristo, Hijo y Hermano Universal, que expande y expandimos también nosotros en la Iglesia y en el mundo.