Llamando a las puertas del diablo
Acabo de llegar de Florencia y pienso en lo que esta ciudad de la cultura se ha convertido, mientras mi país me ofrece nuevamente el rostro amargo de la discordia abierta.
Porque en esa ciudad de la Toscana, de la que sobran las palabras puesto que no hay más que comprobar lo que allí floreció entre sus edificios, resurgió el espíritu del clasicismo y un marco político tan controvertido en la historia.
Florencia, ciudad de intrigas políticas y maquinaciones religiosas y sociales; urbe de secretos de alcoba, guerras y exilios poéticos; metrópoli del poder autárquico, de repúblicas y ejecuciones populares…
Y, sin embargo, en ese mismo espacio, repleto de crímenes, comedias, drama y tragedias humanas, floreció el esplendor de una cultura, que llamamos «Renacimiento», de la que aún se puede beber su amorosa poesía como su ideario convulso político.
Ahora bien, ¿hace falta tanta sed de poder como de gloria terrenal para afianzar, en la cultura, el esplendor de las grandes obras humanas? Y, si así es, al final para qué.
Florencia, como muchas otras cosas del pasado que ahora podemos contemplar, ha sucumbido al empuje de la mercantilización como al gesto bobo y narcisista de la imagen. No hay más que ver sus monumentos ensombrecidos por las grandes marcas internacionales, mientras el turismo se desparrama y agolpa en fila entre sus diferentes meandros, sin demasiado tiempo para contemplar lo que verdaderamente allí se muestra tan sólidamente construido.
Reconozco que no es posible hacerse una idea de lo que en esta ciudad brilló, en medio de la sangre y de la corrupción o el ansia humana.
Y, sin embargo, fue así cómo, de sus piedras y callejones oscuros ahora inundados de tiendas de diferentes formatos, surgieron todas estas letras de fuego que aún nos siguen interrogando en el desfiladero del tiempo.
Por eso es necesario, primero, mirar con tranquilidad sus edificios, estatuas o lienzos, para posteriormente abstraerse con el fin de escuchar lo que estas obras nos pueden decir.
Y finalmente, tras cerrar los ojos en absoluto silencio, ese elixir tan preciado como difícil de conseguir en la modernidad, sentir en el cuerpo todo eso que hemos visto y escuchado.
Y, lo intenté, claro que lo intenté en diferentes ocasiones. Pero no pude lograrlo en medio del ruido y de mercados variopintos que tratan de usurpar lo más genuino y auténtico, que tiene esta ciudad emblemática.
Porque sólo cerrando los ojos por un instante, tratando de enlentecer lo que la retina ha captado del trabajo del artista, es posible a veces, si las musas nos acompañan, sentir la fibra emocional que toda verdadera obra transita. Y así solo por un momento, tal vez incomparable, la historia humana adquiere sentido en medio de la infinidad de turbulencias y actos humanos desalmados.
Reconozco que busqué también entre sus calles las voces de Dante, de Maquiavelo o de Miguel Ángel, que ocasionalmente me han acompañado en mi aventura particular. Sin embargo, sólo pude encontrar sus trabajos o sus rostros labrados en piedra, en medio del comercio de una ciudad que ha perdido su genuino espíritu artístico.
Y, una vez más, preso de la duda por lo que esta ciudad me ofrecía, intenté encontrar respuestas a las palabras del mago Maquiavelo en el adiestramiento de su paladín más conocido: «¿Es cierto que el fin justifica los medios? Y, si así es, ¿de qué fin se trataría?».
Pero seguí sin encontrar respuesta alguna a mis interrogantes, dejándome sumido simplemente en el paseo por la ciudad imperturbable, convertida ahora en el escaparate del selfi más mundano o del caminar veloz en busca del objeto perdido.
Y así, con el ánimo distendido por haber visitado ese lugar tan nombrado en la época escolar, aterricé en Madrid y me encaminé a pasar la noche en la calle de Marqués de Urquijo, sin conocer la sorpresa que la visita me reservaba.
Porque a mi llegada las calles estaban cortadas por baterías de policías mientras una muchedumbre se encontraba concentrada, justamente, en la esquina de Ferraz, sede del PSOE.
Por momentos creí estar asistiendo a ciertos pasajes en que jóvenes idealistas se confrontaban con las autoridades en busca de libertad y de nuevos aires de vida.
Sin embargo, ahora el escenario era sumamente distinto. Por una parte, los policías sostenían una imagen mucho más apolínea que antaño, al haber sometido su cuerpo a la fuerza incesante del trabajo de gimnasio. Además, presencié algo que me sorprendió mucho más. Todos aquellos que portaban la bandera de España, o que lucían algún tipo de estandarte español, eran sospechosos para ellos. Lo cual, ciertamente, nada tenía que ver con nuestro lejano pasado.
De ese modo, en un intento por conocer mejor lo que estaba sucediendo, me mezclé entre la concentración con el fin de escuchar sus cantos, sus protestas y sus frases, mientras el cordón policial mantenía la misma tensión de espera que siempre. Por un instante sentí nuevamente el mismo pathos juvenil mientras mi mirada les seguía muy de cerca.
No hay duda de que allí estaban concentradas gentes de todo tipo. Desde nostálgicos del pasado o rebeldes sin causa, que buscaban cómo aliviar sus pasiones sin nombre, hasta familias que protestaban simplemente por lo que consideraban una ofensa nacional. Pero también había muchas personas anónimas cuyo ánimo estaba encendido por la marcha del país, y lo que muchos consideramos como «el problema de España».
Así que pensé nuevamente en Maquiavelo y en el texto que me había acompañado hace tiempo en el fragor de la aventura del pensamiento, mientras formulaba en silencio, en medio del ensordecedor ruido de una protesta justa que comienza a fluir por el resto del país: «Maquiavelo, responde, ¿el fin justifica los medios?».
Sonrío ahora ante la advertencia que surgió de la mano del policía, en la que me animaba a caminar y dejar el soliloquio en el que me encontraba, no sin antes preguntarle: «¿El fin justifica los medios?».
No me contestó pero su expresión era clara. Fue el mismo gesto de siempre, que no se modifica con el paso de los años ni la mutación del formato político, en el que un movimiento de amenaza, cuando no de violencia, como más tarde comenzaría a florecer, anunciaba que era preciso abandonar la escena porque la función había concluido.
Y así, nuevamente, mientras caminaba en otra dirección de forma más acelerada, sabiendo que la historia no se repite, aunque se parezca, una voz de ultratumba me insinuó: «¡Por supuesto! El gusto por el poder es inmenso y no hay autarquía sin que esta frase sirva de catecismo para el nacimiento de un nuevo tirano». Como en Florencia.