Diario de León
Publicado por
Carlos Santos de la Mota
León

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Ahora que casi todo es desgarro patriotero y que esto se nos cae, y se nos hunde «lo español» a cuenta de amnistías, indultos, sumisiones inasumibles, orgullos maltrechos, independentismos abominados, poderes judiciales, ejecutivos y legislativos vueltos a su centrípeto fondo y forma de regímenes antiguos y que deberían permanecer centrifugados y cada cual en lo suyo; ahora, como digo, que creemos que el mundo se nos viene encima (¡los hay exagerados!), voy a pensar un poco en «nosotros» porque veo que la gente se va «muy allá», tan allá que con tanto despiste, distracción y ajenidad nos olvidamos que aquí estamos, aquí vivimos y que hay una cierta intemperie que nos tiene rodeados mientras discutimos de otras cosas distintas y lejanas en el interés que nos importa y debería circunscribirnos. Leo y oigo a algunos profetas del desastre y veo que encarnan a la perfección al caballero escuálido que deshacía los entuertos. Y allá que se van a luchar, y ya no sé si «con» sus fantasmas o «contra» ellos.

Verán, la constitución de España como Estado ya fue difícil (y ‘arsénica’) en el hecho mismo y ya no digamos aventurando su durabilidad, para lo que se requería empatía, acuerdo y respeto, esos ingredientes de convergencia que admitan sin rodeos que lo que se une es para la convivencia en igual y no para la supeditación en nada a nadie.

Y aquel parto vino tan atravesado que pese al nacimiento con éxito pronto se le vio que iba a tener dificultades. Llevaba una tara escondida y a lo peor la tara la aportaba el mayor protagonista con la enfermedad clásica que conocemos: vicio uniformista que en León hemos padecido y conocido muy bien.

Baltasar Gracián, en El político Fernando el Católico (1640), ya habla de los problemas: «... Hay también grande distancia de fundar un reino especial y homogéneo dentro de una provincia al componer un imperio universal de diversas provincias y naciones. Allí, la uniformidad de leyes, semejanza de costumbres, una lengua y un clima, al paso que lo unen en sí, lo separan de los extraños. Los mismos mares, los montes y los ríos le son a Francia término connatural y muralla para su conservación. Pero en la monarquía de España, donde las provincias son muchas, las naciones diferentes, las lenguas varias, las inclinaciones opuestas, los climas encontrados, así como es menester gran capacidad para conservar, así mucha para unir». Es decir, las diferencias nos vienen de lejos, lo mismo que los desencuentros, y esto es sin duda porque a una evidencia se ha respondido siempre con el retórico calzador para hacer entrar aquello que no encajaba de natural, o porque se alteró el consenso que llevó a la mancomunidad. Pero como escribí más arriba, voy a hablar de «nosotros» y a contribuir a los desgarros emocionales exagerados de los que claman al cielo tan tontamente.

León, viejo gran Estado de sí mismo y hoy nadie e invisible, antes de que se inventara el Estado español contribuyó como ninguno a infligirse su mayor tragedia histórica al perder la soberanía sobre su territorio. Pasó a ser adosado, cómplice, comparsa, o sea, en términos de su soberanía previa, a ser muleta, y no en igualdad, mucho menos en preeminencia, sino en plano cada vez más irrelevante digan lo que digan los que dicen mentiras.

Y la península fue cambiando geopolíticamente, el futuro de unos y de otros varió para siempre... o para largo. Portugal, ya independiente y atendiendo a su soberanía territorial, se mantuvo en su personalidad por razones obvias, y se protegió de influencias que hoy, es evidente, habrían sido anuladoras suyas. León, ladeándose hacia lo castellano vio cómo sus ríos (es metáfora) cambiaban de curso y ya no desembocaban en el propio territorio. Empezábamos a perder a marchas forzadas ser nosotros, y de aquellos polvos...

Fuera lengua y cultura leonesas, desprecio progresivo de lo propio, vilipendio de nuestros héroes frente a foráneos o mercenarios, literaturas ad hoc, bobalicona admisión general de lo extraño y enemigo como entonces era Castilla (por cierto, desgajada de León, como Portugal), alta sociedad muy baja y clero decepcionante. Empezamos a tener refranes «castellanos», montes y mares «de Castilla», etc. Insultantes injerencias consentidas. En los albores de la tragedia («definitiva»), es Castilla quien ofrece las tierras leonesas de la Ribacoa a Portugal y con ello compra su paz al rey de ese país (Tratado de Alcañices, 1297), y le hizo «la pinza» a nuestra última esperanza, Juan.

En base a ello la política dominante incide ya sin tapujos en una idea que persigue un León borrado o disminuido, mientras Castilla adquiere la hegemonía indiscutible. A León sólo le irá quedando el nombre, y más tarde el nombre de una sola provincia (damnatio memoriae).

En el transcurso de los tiempos, junto a la orfandad soberana de León, la España que ayudamos a construir está enfocada hacia el sur y el Levante. De hecho la España demográfica e industrial le da la espalda a las tierras de León y a las de su proyección sur, como la Extremadura. Ya somos potencialmente emigrantes y ello vacía al territorio de su alma y de sus fijaciones emocionales. Sangra la identidad y el sentimiento de pertenencia.

Castilla acepta perder la Cabeza (Burgos), pero porque va a crear en expansión otra mayor absolutamente afín al ideario. Y crece «por imperativo nacional» esa capital, hoy ciudad-Estado, que tanto ha succionado a todos y tanto a todos debe provocando en sus amplios extrarradios que llegan hasta los confines una brutal demografía negativa. Nadie crece tanto en un interior así, salvo por decreto. Y los desequilibrios son evidentes, insultantes, insolidarios.

El resultado de lo leonés a día de hoy y como consecuencia de su dejación histórica y de abandonarse a ser nadie, no sólo es pobre, además es decepcionante. Con flojera en todos los sentidos no tenemos poder, lo entregamos en su momento, dejamos que nos gobernaran, y ahora exigir es una quimera; sólo podemos esperar «gracias institucionales» o que la necesidad se vea tanto que al propio Estado le dé vergüenza representar a esta clase de ciudadanos enterrados en sus limitaciones. El oeste español, de arriba a abajo, al perder el León nacional su influencia e impronta y más acá su carácter de pueblo indubitado, ha quedado sin fuerza y marginado, es obvio. No hay ejes, no hay corredores atlánticos como no hay ni ha habido otras muchas cosas, y es difícil que las haya cuando se necesitan. A lo mejor en un futuro, es decir, tarde, siempre tarde.

De verdad, no acabo de entender que haya en nuestras tierras tanta «agonía española» cuando esa derivación nacional, ex novo, ha significado nuestro desplazamiento, nulidad e invisibilidad. ¿Quiénes somos hoy?, ¿castellanos y leoneses? Produce hilaridad. Si se abrieran algunas tumbas y se levantaran los enojos, nos lo afearían.

Despoblados y diluidos, nuestro contrapeso no pesa y el territorio ha quedado al margen del interés nuclear. Y sin fuerza, sin identidad y desplazados, el futuro sólo se ve tutelado. Hemos pasado de adultos a niños, como «El curioso caso de Benjamin Button». Nada más y nada menos hemos perdido la raíz, el pueblo genuino que hubiera debido ser reconocido por los nacidos y/o venidos a él, y sólo hemos «mejorado» en indiferencia y a lo sumo en complacencias de una extrañeza últimamente prostituida con la desvergüenza autonómica. Muchos leoneses se comportan y se manifiestan entre ellos como extraños. A tal punto llega la herida que en su día no supimos prevenir y frenar. Es la multiplicación de las desgracias.

Pero no debe haber más remedio que tener empeño e invitar a la esperanza.

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