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Durante la primera década del siglo un curioso experimento reunió a esos tres maestros leoneses de las letras hispánicas, que son —y digamos sus nombres familiarmente— Aparicio, Merino y Luis Mateo, para recrear, escenificándolo, el filandón en diversas poblaciones españolas y europeas, Nueva York y alguna otra de la América hispana. La idea, si no inspirada, vino al menos precedida por la película así llamada, El filandón, rodada por Sarmiento en los años 80. Yo pude presenciar una de esas sesiones y el trío se lució con una auténtica exhibición de ingenio y humor del bueno.

Como se sabe, filandón es el término que se utiliza en León para definir la reunión de un grupito de gente en alegre comparsa al amor de la lumbre durante las primeras horas de la noche invernal.

Coincidían así espacio adecuado y momento propicio para la celebración de la convivencia amistosa, donde los presentes daban rienda suelta a la expresividad de sentimientos y emociones por todos los medios a su alcance: el cuento, la narración, el canto, las sentencias, las bromas y escarceos teatrales. Solían las mujeres aprovechar para hacer mientras tanto labores de hilado con la rueca y el huso, y de ahí el término, que finalmente adquiere un matiz simbólico: no solo la lana, también las historias, cantos y sentencias se hilan o pueden hilarse.

Filandón (y sus variantes hilandera, hila o jila) es por eso un término sugestivo, pero existe otro para acotar el mismo ámbito de significado y que incluso atesora una mayor propiedad. Se trata de serano, que el cabreirés comparte con el gallego «serán» y el portugués «serâo». El término define esa hora o tiempo del anochecer, en que la juntanza ocurre y transcurre, según se expresa en el latín «sero», tardío (italiano «sera»), de donde procede. Existe por cierto otro derivado como seruendo (o serondo), aplicado tanto a personas, así el último de una serie de hijos era llamado seruendo, pero también a cosas: trigo seruendo, por ejemplo, se llamaba el sembrado tardíamente, a última hora.

De modo que fuera de esa hora tardía y nocturna, hablar de serano, a no ser de modo metafórico, sería más bien impropio y en cuanto a hilar, más bien se hacía a otras horas, como el pastoreo. Pero es justo reconocer que el término, así en superlativo, incluye el matiz que antes decía, la hilazón de las historias que, evocando otra imagen esencial del mismo mundo campesino, se amasan al anochecer en la masera de la vida.

Decía que los tres maestros llevaron su filandón a algunas ciudades de la América hispana. Imaginamos la emoción de los españoles emigrados y sus descendientes, que así tuvieron la oportunidad de presenciar y gozar algo anteriormente vivido, ya fuera en la realidad o en el recuerdo de lo que habían oído contar.

Pero es obvio que el serano auténtico, no el recreado, solo se explica por el vaivén de las estaciones, incluida la diferencia tan pronunciada entre el verano y el invierno de nuestras latitudes; este es largo y frío y sus días breves, con pocas horas de luz solar en beneficio de la noche larga.

Terminada la sementera y tras la fiesta de San Martín, comenzaba un periodo de trabajos mucho más livianos, que se prolongaba unos cuatro meses hasta los inicios de la primavera. He dicho días breves y luz escasa: ¿Era por tanto un periodo oscuro de días tristes? Ni mucho menos. Y aquí es el turno de un nombre inesperado.

Se trata del escritor polaco Kapuscinski. En su libro Viajes con Heródoto relata en efecto ciertos viajes suyos con un ejemplar siempre a la mano de la Historia del griego, donde este cuenta las cosas que otros le cuentan sobre sus vidas y lo que han oído contar a sus antepasados. Oigamos al polaco con Heródoto al fondo: «La gente se reúne alrededor del fuego para contar historias. Más tarde se llamarán mitos y leyendas, pero en el momento en que se cuentan y escuchan, todo el mundo cree que son la realidad más real». Estamos pues en el serano, cuyas circunstancias se dibujan de modo preciso y sugestivo: «Escuchan atentos, el fuego crepita… Esas reuniones en que se narran historias son casi inconcebibles sin un fuego ardiendo o sin que la luz de una lamparilla disipe la oscuridad de la casa. La luz del fuego compacta el grupo… La llama y la comunidad. La llama y la historia, la llama y la memoria…». Es difícil sustraerse al hechizo de esta evocación debida a un hombre del norte, pero que describe a la perfección nuestro serano; como si hubiera estado en uno, tal un nuevo Heródoto junto a la lumbre y a la luz de un «llumbreiro» (rama seca de urce o urz) puesto en uno de los dos «murillos» (hierros verticales rematados en cuenco para colocar utensilios).

Mitos y leyendas fueron pues verdaderas realidades para quienes los relataban. Así también narraciones, como esta que pude oír en un serano cabreirés: Un hombre abusó de una mujer sordomuda, conocida por eso como la muda. Fue denunciado y recibió condena de prisión, que cumplió en Ponferrada. El hombre tenía familiares en la ciudad, que entre otros favores, le lavaban la ropa para que pudiera mudarse a menudo. Uno de ellos era un guasón y cuando le llevaba a la cárcel la ropa limpia, se anunciaba de este modo malicioso y macabro: «¡Fulano, te traigo la muda!».

He aquí la verdad, he aquí la leyenda: la vida y el serano.