Me preocupa
Me preocupa la situación política actual. No me esperaba que el deterioro pudiera llegar a tal extremo, caer tan bajo, en la bajeza mentirosa actual, cambiando los argumentos «inamovibles» que ellos mismos habían calificado como tal. Aunque, conociendo la catadura moral del más significado en esta tropelía, no me ha extrañado tanto, pues está en su naturaleza. Lo que no me esperaba ha sido el contagio «infeccioso» de otros muchos, capaces de venderse, de renunciar a la ética más elemental, de aceptar la mentira por verdad, las maniobras deleznables, choriceras, sin taparse la nariz ni pedirse perdón a sí mismos por el papelón que han jugado, y siguen jugando, en tal disparate, y cuyas consecuencias pueden ser impredecibles y nefastas.
Esto me preocupa y me duele. Me planteo, también, el estudio de la etiología, de las causas que conducen indefectiblemente, dejadas a su aire, a un pronóstico final sombrío. Aclaro mi postura. La genética demuestra, entre otras cosas, que heredamos más de lo que nos gustaría de lo «malo»; de lo «bueno» no nos quejamos. Me explico. En nuestros genes están adheridas las capacidades y las potencialidades tanto para el amor como para el odio, para la generosidad como para la envidia, para la prudencia como para la osadía, para el ansia de poder como para la resignación y la obediencia, para los pecados capitales como para las virtudes. En algunas personas esas tendencias se ponen de manifiesto de forma dominante, en otras con un carácter recesivo. Hay personas, incluso, carentes de la capacidad de sentir vergüenza; son los sinvergüenzas de toda la vida.
La cultura y la epigenética modulan, amainan, pretenden modificar o implementar, según los casos, lo que en su origen tiende a llevarse a cabo «por las bravas». Es la libertad un asunto, un concepto lleno de esperanza, aunque, al mismo tiempo, tiene un poder real mucho menor de lo que cantamos y nos gustaría. Es, sin embargo, al que nos aferramos en aras de construirnos como seres superiores, civilizados. La Historia nos demuestra que hemos alcanzado una gran capacidad de supervivencia a pesar de las dificultades y contratiempos, pero también hemos alcanzado la capacidad para destruirnos. Parece paradójico, pero es así.
Retomando el proceso por el que hemos llegado a nuestra situación política actual, que parece repetirse hereditariamente, no me queda más remedio que referirme al odio «cainita» español, destructivo, mortífero. ¿Estamos «condenados» a repetir, ciclo tras ciclo, generación tras generación, las mismas coordenadas de desencuentro, de desamor, de ansias de destrucción del otro? ¿La mitad de los españoles heredaríamos ese potencial y la otra mitad no lo heredaríamos? ¿Qué circunstancias influyen para su desarrollo? ¿Qué puede o debe hacer la sociedad para cambiar el rumbo? Porque parece comprobado que el amor mueve el mundo, pero es el odio quien determina, al parecer, su trayectoria.
Hace cuarenta y cinco años los españoles consideramos, muy convencidos y esperanzados, que estábamos dispuestos a armonizar para siempre nuestras diferencias a través de un documento, denominado Constitución. Poco ha durado el entendimiento y, a poco que nos descuidemos, poco más durará nuestra Carta Magna. ¿Qué ha pasado? ¿Por qué ese cambio tan diametralmente opuesto en nuestra trayectoria existencial? ¿Es posible que tendencias heredadas que, dejadas a su aire, impulsan a «matar al padre», se correspondan con las tendencias a destruir la Ley, la Verdad y al Otro? Utilizando una expresión popular actual: Nos lo deberíamos hacer mirar. Y corregir las tendencias insanas, educar con esmero para el respeto y la convivencia («coexistencia pacífica y armoniosa de grupos humanos en un mismo espacio», según una definición sociológica). Es cierto que España es «mucha España» y, como apuntaba, me parece, Winston Churchill que conocía bien a los españoles: España es un país fuerte, muy fuerte porque llevan los españoles siglos tratando de destruirlo y no lo han conseguido todavía. Pero tampoco podemos fiarnos demasiado de la fortaleza de España y dejar que las cosas transcurran por sí solas.
A ver cuándo nos decidimos a implantar un sistema de enseñanza «única» de la verdadera historia de España con los suplementos que hagan falta de cada región, provincia o nacionalidad que amplían la historia común. A ver cuándo no decidimos, en un sistema democrático sano, a cumplir y hacer cumplir la Constitución. A ver cuándo el sistema prescinde de fórmulas que favorecen el poder de los políticos, quienes no necesitan consultar a la ciudadanía para utilizar a su antojo y conveniencia figuras como el indulto y la amnistía. No discuto que las maniobras actuales de este gobierno no sean legales, en el sentido estricto y escrito del término. Pero, precisamente, porque omite la verdad, porque utiliza a su antojo y manipula un poder que se escapa del espíritu de la ley que pretende la igualdad, la justicia, el bien común etc. por eso, no es una maniobra ética ni moralmente adecuada.
Por otra parte, el separatismo no es ninguna fórmula de progreso en los tiempos actuales, ni un sistema que favorezca la convivencia. Tiene una visión miope y, aunque los separatistas consideren la cuestión como un derecho y un objetivo a conseguir cueste lo que cueste, incluida la agresión abierta o soterrada, no deja de ser una posición egoísta con marcado acento lastimero y victimista. Utilizan la lengua propia como un arma y no como una forma de comunicación abierta y complementaria. No piensan en «grande» sino en «pequeño». No se muestran dispuestos a compartir y beneficiarse del conjunto, sino en insistir que lo «suyo» les pertenece por entero. Cuando se parte de unos postulados falsos nunca se llega a unas conclusiones veraces.
Lo mismo ocurre con la desigualdad «jurídica» entre los distintos territorios que componen el conjunto. La idea de igualdad constituye uno de los ejes en torno al cual se vertebran otros valores como la justicia, la unidad, la libertad y la fraternidad. Si no educamos en esos valores, ni los defendemos, perderemos muchas oportunidades para construir algo sólido y hermoso. Es triste constatar que se repiten los mismos errores del pasado y, por supuesto, los mismos resultados: enconamiento, egoísmos estériles disfrazados de utopía, que en realidad es una distopía. Y eso, cuando no conducen a un enfrentamiento destructivo. Pretender cambiar la historia según su deseo, hacer saltar por los aires el acervo cultural y social, el entramado emocional, el inconsciente colectivo, etc. que ha construido la verdadera historia común, invocando la «lengua de la cuna» como diferenciador esencial entre españoles que hablan, por otra parte, la lengua de todos, me parece un error. Se trata de convencer, no de vencer. Hace falta mucha educación, mucha política llevada a cabo por políticos honestos, veraces y comprometidos con el bien común. Pero mientras no se corrijan los defectos, los fallos del sistema para evitar situaciones como la actual, no nos que otra que, sin perder la esperanza (sobre todo ahora que estamos en Adviento que es «tiempo de esperanza») luchar porque la Ley siga viva y digna de ser aceptada. A otros les corresponde ¡cumplir y hacer cumplir la Constitución!, y no pretendo señalar a nadie. Veremos.