La rueda de la vida
Mientras ustedes comían precipitadamente las uvas, ahora gelatinosas, bien numeradas, con poco sabor y sin pepitas ni pellejos para no atragantarse, en algún rincón del planeta, seguro que, en ese mismo instante, nacía y moría algún ser, aunque los medios de comunicación tan solo se preocupen del primer nacimiento del nuevo año. ¡Por algo será!
Fíjense lo sencillo que es y lo difícil que nos resulta entender, y mucho más aceptar, este círculo de vida y de muerte que nos contornea de forma enigmática. Una simple deglución apresurada, acorde con las campanadas que marcan el comienzo de una nueva esperanza en nuestras vidas, mientras el grito de un bebe abre la respiración en el mismísimo instante en que un aliento abandona el estremecimiento de un cuerpo abocado a morir.
Y así, un ser tras otro, año tras año, sin descanso ni interrupción, mantienen en movimiento esta rueda vital que gira incesantemente, haciéndonos pensar, que este ritmo automático, puramente mecánico, no tendrá nunca fin.
A esto lo nombro «La rueda de la vida», en un intento por marcar un compás que no cesa, como el de la pulsión, que supuestamente tuvo un inicio, y que seguro tendrá un final para cada uno de nosotros, tanto como presumiblemente también para esta familia mal avenida, llamada «humana», tan dispuesta a generar ilusiones como a guerrear sin fin. No hay más que leer el guion de la historia en donde la vida se bate en retirada ante la voracidad de una entropía que impone, que nada perdure indefinidamente, que todo vuelva a surgir una vez más, alimentándose con la eclosión de nuevas hifas de vida.
¿Y todo para qué?, nos preguntamos ahora tanto como antaño, generación tras generación, sin encontrar la respuesta íntima que satisfaga ese deseo de saber, tan hondo como clavado en la espesura de nuestra propia incertidumbre.
Y, precisamente, es esta misma incógnita la que nos interroga como seres humanos desde el albor de nuestra existencia, ante la que no cabe una respuesta universal; si como universal se entendiera todos aquellos interdictos doctrinarios o catecismos militantes que no ayudan a reflexionar, sino más bien a preservar y fijar una verdad, que trata de cerrar, de una vez por todas, el fluir del tiempo y sus interrogantes.
Vano intento, como comprenderán.
Por eso cada nuevo calendario aporta a lo viejo que sucumbe, lo nuevo que brota; del mismo modo que la muerte renueva con el nacimiento de cada ser el impulso de vida que todo lo inunda, cimentándose el porvenir de nuevas generaciones en su particular lucha con todas estas cuestiones, que exigirán igualmente contestaciones singulares.
Sin embargo, a pesar de esta maquinaría aparentemente tan simple, qué difícil nos supone profundizar en el fenómeno de la muerte y de la vida, en una sociedad que huye de forma despavorida ante las buenas preguntas, sucumbiendo con ilusiones y promesas que no permiten entender suficientemente el tránsito fugaz de lo humano, como la frágil posición o el destino, al que nos vemos convocados.
Ahora bien, qué tipo de pensamiento nos convendría ensayar en este nuevo ciclo, en el que la culminación de cada año hace brotar un nuevo calendario, y con ello la posibilidad de una existencia diferente, tal y como las religiones y mitos de antaño se amparaban en anunciar bajo sus lemas de muerte y de resurrección.
Estoy convencido de que el hombre se hizo sedentario para pensar mucho mejor en su destino a la vez que ofrecía plegarias y cultos a las fuerzas de la naturaleza, convertidas en dioses temidos, facilitándose en el mismo proceso todo tipo de rituales fúnebres hacia sus seres perdidos.
Y, así seguimos, aunque los dioses hayan desaparecido ahora momentáneamente del escenario, dejando en su ausencia multitud de objetos tecnológicos y de rituales virtuales mundanos, que ceban las costumbres a la vez que alimentan una creencia que, verdaderamente, no ayuda en el fundamento del «buen vivir».
Entonces, ¿qué tipo de respuesta convendría formular en este nuevo año de tintes tan sombríos, de anhelos variopintos o de promesas puramente imaginarias?
Se trataría, en todo caso, de una apuesta en singular que, verdaderamente permitiera aportar cierto sentido a ese sinsentido que nos agujerea y nos mantiene vivos y despiertos, preservando en el fondo su propio misterio.
Y, desde luego que hay muchas formas de realizarla, tantas como sujetos que desafíen las incertidumbres cotidianas en el abismo de su soledad.
Pensemos, por ejemplo, en Cervantes, Velázquez, Goya, Valle Inclán, Picasso o Dalí, y sus geniales formas de abordar lo real.
Sin embargo, para que ese acto sea una auténtica respuesta al misterio de la vida no cabe cobardía alguna. Por eso es necesario verse abocado a formularla en el marco de un deseo y de una decisión, que impliquen meditación, riesgo y, desde luego, separación del discurso que hasta ese momento había servido de velo frente a la angustia.
Luego, ¡atrévanse a pensar lo impensable en este nuevo año!, porque de este magma esta hecho precisamente todo aquello que nos invita a seguir sin esperanza, pero también sin desesperación.