La sombra de una rueda
Una erudita, brillante y no menos amena conferencia dictada una tarde en León por el profesor Huerta Calvo acercó a los oyentes al proyecto teatral alentado por García Lorca y bautizado como La Barraca, que se propuso divulgar el gran teatro clásico español de Calderón, Lope, Cervantes, etc., fuera de los ámbitos urbanos y otros ambientes más selectos; de ahí ese nombre alusivo a instalación de feria popular, por el que los actores fueron conocidos como «barracos» (quizá con un toque de humor grueso). La compañía se anunciaba bajo un emblema, debido al pintor Benjamín Palencia y consistente en una rueda de carro con una máscara teatral sobreimpresa en el centro. La intención aparecía nítida: teatro sobre ruedas, itinerando por los caminos imposibles de campos y pueblos.
Rueda y teatro, teatro y rueda tuvieron, quién iba a decirlo, su modesto reflejo en Cabrera. El teatro era un elemento más del proyecto nominado Misiones Pedagógicas, que incluía también la difusión de la música, el cine y la pintura. En dos ocasiones llegaron a Cabrera Baja sendas misiones para dar a conocer la música folclórica y el cine. La primera fue en el año 1931 y la segunda al año siguiente, cuando llegó a La Baña. Se conservan fotos allí tomadas y una de ellas muestra un grupito de personas, mayores y niños, absolutamente fascinadas por las imágenes proyectadas sobre un lienzo en la pared. Se aprecia el proyector y la bata blanca de quien lo manipula. Aunque no se le ve la cara, se trata de Alejandro Casona, maestro y también inspector, hijo de maestros (el nombre de su madre, Faustina Álvarez García, rotula un centro de educación de adultos en León). Era aficionado al teatro, que también escribía, y estaba al frente de un teatro popular, relacionado con Misiones, al estilo de La Barraca. Para entonces lo que había publicado era un libro de poemas, titulado La flauta del sapo , aunque no con el apellido Casona, que era pseudónimo, sino con el Rodríguez verdadero. Ahí está la influencia modernista de Rubén, así como de la poesía de aire popular tradicional, cultivada también por el mismo Lorca (cuya madre era por cierto también maestra). Se aprecia la primera en el poema introductorio Poema del sapo , que acaba con este verso: «Mi infancia sabe a músicas de tu flauta rural». Una muestra de la segunda es esta estrofita del poema Muñeira : «En las noches de verano/ ¡qué bien molía!/ ¡Ay, juventud,/ molinera mía,/ mi molino azul!».
Con Casona y los demás viajaba también Modesto Medina Bravo, igualmente inspector de enseñanza primaria. Para este no era la primera vez, años atrás había estado ya en Cabrera cumpliendo su función inspectora. Fruto de ese y otros viajes por la provincia, en 1927 había publicado su libro Tierra leonesa , donde reunía junto a otras sus notas sobre Cabrera, La Baña en particular. En este viaje con Misiones tomó fotos, entre ellas una muy singular y sugestiva, obtenida en La Baña: un niño de espaldas en ademán de abarcar o acaso hacer rodar una rueda del carro cabreirés. Viste pantalón de pana que le queda por media canilla, una chaquetita gris entallada en la cintura, grandes zuecos en los pies y una gorra negra no menos grande. El tamaño de los zuecos, junto con esa gorra que los niños bañeses no utilizaban, más la elegante chaqueta, parecen indicar que el niño ha sido convenientemente disfrazado para ocasión tan alta. La foto en fin se impone como un guiño evidente a La Barraca y su emblema afortunado.
En cuanto a Lorca y los «barracos», se sabe que estuvieron en Puente de Domingo Flórez en agosto de 1933, pero lo que quedó de la visita no fue el teatro, sino la huella de una tragedia. Un muchacho apareció ahogado aquel día en la confluencia del río Cabrera con el Sil y García Lorca le dedicó después un pequeño poema, uno de los seis que publicó escritos en gallego, titulado Noiturno do adoescente morto.
Alejandro Casona se exilió tras la guerra en Argentina, donde estrenó piezas de gran éxito, que se repitió en España. Pero he aquí que una obra suya llegaría al lugar más inesperado y quizá inesperable. Se trata de una de las de mayor éxito, La barca sin pescador , representada en Castrillo de Cabrera por los jóvenes del pueblo, bajo el impulso del igualmente joven párroco; fue el día de la fiesta, 15 de agosto de 1963. Casona no pudo enterarse, aunque había vuelto definitivamente a España un año antes, pero de haberlo saberlo, podemos imaginar su emoción al recordar aquellos días de hacía treinta años en que anduvo por Cabrera, y sobre todo aquella tarde en que proyectó cine en La Baña para unas caras fascinadas.
Otro día de fiesta, ahora en Trabazos, unos veinte años antes de la de Castrillo, los hombres habían representado otra obra teatral. En una pequeña pradera junto al valle dispusieron un mínimo tinglado de palos y tablas para acoger la acción y parlamentos de una especie de auto sacramental, titulado El alma perdida. La pradera estaba llena de gente, viendo y oyendo a aquellos personajes, entre ellos el mismísimo demonio, que trataba de llevarse al infierno a un tramposo y embustero. Imaginamos la sonrisa de Casona o de Lorca, de haber sabido aquel fruto tardío de sus ilusiones y afanes teatrales en un pueblecito cabreirés. La sombra de una rueda fue en verdad alargada.