El ascensorista de La Habana
Mi primer viaje ultramarino fue a Cuba. Era el año 1993, acababa de disolverse la Unión Soviética y quería ver el comunismo antes de que fuese demasiado tarde. La chica de la agencia debió pensar que viajaba por turismo sexual y me colocó, inexperto de mí, un paquete de siete días en Varadero, ese enorme puticlub del que muchos hombres, y mujeres, maduros vuelven con la ilusión de haber ligado.
No tardé en darme cuenta de mi error y, para tratar de conocer algo del país, me apunté a excursiones y alquilé un coche con el que me fui hasta La Habana. Resultaba sorprendente, y frustrante al mismo tiempo, contemplar los efectos de cuarenta años de comunismo. Tomé un mojito en la Bodeguita, un daikiri en la Floridita, compré libros, paseé, hablé con gente y procuré empaparme lo más posible de un país en el que habían vivido y trabajado tres de mis abuelos. Aun así, tuve que volver, diez años más tarde, para recorrer y conocer el país real, el que queda fuera de los circuitos turísticos.
Con todo, una de las cosas que más me llamó la atención en ese primer viaje, fue el ascensorista de un hotel del Malecón de La Habana. Era un chico joven, de camisa a rayas y pantalón blanco que, desde su taburete, manejaba el ascensor.
Si querías subir al tercero, se lo decías, él pulsaba el botón y el ascensor te dejaba en el tercer piso. No parecía un oficio muy duro ni difícil y seguramente era bastante rentable, como todos los que tenían que ver con el turismo, ya que tenían acceso a las propinas en dólares, y con ellos a las tiendas en divisa. Seguramente nuestro ascensorista ganaba más que un médico o que un ingeniero. Quién sabe si el chico no tenía cualquiera de esas titulaciones, pero quizás prefería pilotar un ascensor a diseñarlo.
Visto desde nuestra perspectiva, este empleo podría parecer una ineficiencia propia de un régimen comunista, pero si nos damos cuenta, nosotros tenemos miles de ascensoristas como los de la Habana. Miles de personas que, desde sus escaños, sólo se dedican a apretar el botón que les mandan. Aquí les llamamos diputados, senadores o procuradores y asientan sus reales en las bancadas de los hemiciclos nacionales, autonómicos e incluso europeos.
Cuando se iba a aprobar la vigente Constitución, José María Gil-Robles nos advertía que esta llevaría a la «partitocracia», en la que «la minoría que mangonea los partidos» se serviría de una «mayoría de diputados sumisos y transigentes». Le faltó, quizás, decir que también «muy bien pagados», como nuestro ascensorista habanero.
Los diputados no son escogidos por su capacidad, inteligencia, ni por su verbo fluido. De hecho, la mayoría nunca intervienen en la tribuna de los oradores. Más bien son elegidos por su fidelidad; por votar siempre lo que mande el partido, lo que es tanto como decir el líder del partido. A cambio cobran un estipendio que multiplica varias veces el salario de un ciudadano de a pie, aparte de toda clase de prebendas y de tener la excusa perfecta para correrse unas farras en la capital, incluso al estilo Tito Berni.
Para este desempeño no se puede escoger gente que se atreva a pensar por si misma, no vaya a ser que un día les dé por hacerlo y pulsar el botón equivocado, aunque alguna vez toca presionarlo. Como los líderes de los partidos también reciben órdenes de sus jefes europeos, del Foro Económico Mundial o de cualquiera de esos organismos supranacionales, a veces es necesario que alguno de sus diputados se equivoque a posta, para salvar a un tiempo la votación y la cara. Para estos casos es conveniente contar con alguno con el adecuado perfil facial.
También es necesario contar con una minoría algo instruida, pues alguien tiene que presidir las comisiones y subir a las tribunas, así como proporcionar cuadros para los puestos de gobierno. Estos tampoco pueden actuar ni votar con libertad o en conciencia, ya que, como decía Alfonso Guerra, «él que se mueve no sale en la foto».
Realmente la cosa podría funcionar mucho mejor si no hubiese diputados. Si en las elecciones se asignara a cada líder político los derechos de voto correspondientes, estos podrían actuar cómo en las juntas de accionistas de una sociedad anónima, y nos ahorraríamos un montón en sueldos, pero la política no va de eso, sino de todo lo contrario: de fomentar el clientelismo y colocar a los amigos.
Yendo más allá, podría ser el momento, como sugiere Marc Vidal, de probar a que una IA gestione el propio gobierno, ya que así, por lo menos, «habría algo de inteligencia».