Diario de León

TRIBUNA

MANUEL GARRIDo ESCRITOR

Mayo del 68

Creado:

Actualizado:

C uando hace poco los albañiles entraron en una casa de un pueblo cabreirés, muy deteriorada tras largos años deshabitada, encontraron entre toda la mugre de su estado ruinoso un calendario que seguía allí colgado en la pared de la cocina, todo un clásico popular: una lámina con la foto en color del papa Juan XXIII sentado en su trono pontificio y un anuncio en la franja inferior, rematada con el almanaque en forma de faldilla, grapada o pegada por el borde de la lámina.

Semejante aparición inesperada convoca al punto la melancolía del tiempo ido en nuestras vidas, no en vano cantadas por el poeta como ríos que se van. Por lo demás, la sensación se potenciaba con otros detalles y matices. El almanaque en efecto mostraba la hojita del mes de mayo de 1968; el tiempo de la casa se había por tanto «detenido» precisamente en ese mes de ese año, todo un hito, mito incluso del siglo pasado, aunque sus moradores no lo supieran: mayo del 68 y en París, la llamada ciudad de la luz, epicentro de una conmoción replicando en todo el mundo occidental.

De París saltaron por los aires aquellos eslóganes de fortuna: «sed realistas, pedid lo imposible», «la imaginación al poder», «prohibido prohibir», «la vida está más allá», «bajo los adoquines está la playa», al tiempo que en San Francisco de California se veían las camisas floreadas y las largas cabelleras de aquellos hippies sonrientes y promiscuos, proclamando «haz el amor, no la guerra». Pero volvamos al calendario.

Sorprende la imagen, porque en el 68 el buen papa Juan hacía ya cinco años que se hallaba definitivamente alejado de las calendas humanas, pues que había muerto en el 63. Es de suponer que el anunciante no lo ignoraba, pero el hecho de mantenerlo ahí también podría deberse a su prestigio que la muerte no interrumpió. Fue en esos años de principios de los 60 cuando se produjo una especie de conjunción estelar cuajando un trío legendario: Juan XXIII, Kennedy y Kruschev. Cada uno de ellos aparecía ligado a un programa/consigna, y así es como desde los tres puntos del poderoso triángulo irradiaba al mundo entero un aliento optimista: «Aggiornamento» (renovación), Roma; «Nueva Frontera», Washington y «Deshielo», Moscú. Y es curioso, pero el papa y Kennedy murieron en el 63, mientras que el ruso los sobrevivió hasta el 71, pero en realidad estaba civilmente muerto desde el 64, cuando fue destituido. Así quedaron definitivamente anudados sus destinos: la muerte fue el cuarto término que los unió. Y el mundo después ya no fue el mismo, marcado así por ellos.

Ese viejo calendario olvidado era el escaparate que acogía este anuncio bajo la foto del papa: «Viuda de Lisardo Moro». Se trataba de un establecimiento regentado por María y sus tres hijos varones, que se presentaba como depósito de bebidas, cuyos nombres se especificaban: cerveza Cruz Blanca y refrescos Canada Dry, pero donde además había un poco de todo, comestibles y tejidos, ferretería y hasta muebles. El caso es que Quintanilla de Losada, que ese es el pueblo, mostraba así un aire moderno, si se quiere, frente a la oscuridad precedente de la Cabrera emparentada en pobreza con Las Hurdes. En el 68 habían pasado cuatro años desde la publicación del libro de Carnicer, que las emparejó en el título y que levantó una polvareda polémica en dos frentes: el diocesano con el obispo, que vio maltratada la figura del cura de Odollo y el provincial, con el gobernador civil y la diputación ofendidos por considerarse señalados culpables del atraso de la comarca. El resultado en todo caso redundó en positivo para Cabrera.

Mientras tanto algo se había movido también en la sociedad, y para el 68 ya había por cierto algunos de Quintanilla en París, que acaso fueron testigos de las revueltas de mayo. Y es que desde principios de esa década el número de cabreireses emigrados hacia países europeos no había dejado de crecer. Pronto se notaron las consecuencias en los pueblos, así la mejora de las viviendas y sobre todo el aumento del consumo. Se explica así la aparición de establecimientos como este de María, la viuda, que era asimismo cantina y fonda. Mi amigo Fernando Combarros recuerda haber dormido allí una noche en el 65 a sus 14 o 15 años, y al amanecer, antes de partir andando a visitar a su hermano mayor, cura de Odollo, desayunó lo que entonces se estilaba: café solo y copa de aguardiente.

En el pueblo había feria semanal los sábados y los tratos cumplidos se celebraban en la cantina con la «robla», la típica forma de confirmarlos o «roborarlos» (e incluso «corroborarlos, no en vano en otros sitios dicen «con-robla), compartiendo un vaso de vino o aguardiente. Esos tratos por cierto constituían todo un ritual trufado de gestos teatrales y exclamaciones enfáticas. Yo recuerdo al tío Francisco de Encinedo y su forma propia de negociar el precio. Una vez llevó una vaca a la feria, y esta fue su respuesta a la pregunta de un interesado: «Te voy a pedir 600 pesetas y 5 duros pa quitar». Él conjugaba así ritual necesario y aconsejable pragmatismo.

A finales de la década y como centenares de cabreireses, también María y sus hijos partieron rumbo a otras tierras, otros lares. Un viejo calendario olvidado bastó para suscitar la evocación melancólica de un tiempo que se fue.

El caso es que Quintanilla de Losada mostraba así un aire moderno, si se quiere, frente a la oscuridad precedente de la Cabrera emparentada en pobreza con Las Hurdes. En el 68 habían pasado cuatro años desde la publicación del libro de Carnicer
tracking