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TRIBUNA

Eugenio Nkogo Ondó Profesor

Que seamos todos «iguales ante la ley», una proposición hipotética

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El que quisiera reflexionar un poco más de lo habitual sobre el ambiente caldeado de la política nacional que nos envuelve, debe prestar una atención concentrada a la voz que se oye constantemente, en las múltiples manifestaciones, en la que la gente acostumbra a gritar que «todos somos iguales ante la ley», algo que de hecho deducen de nuestra Carta Magna. En efecto que, en ella, además de todos esos capítulos que recogen los Derechos y Deberes Fundamentales, los Derechos y Libertades, los Principios rectores de la política social y económica, etc., merece la pena reparar en ciertos artículos o pilares por su especial relevancia. Esto nos recuerda que, después de todo lo que supuso el proceso de la alabada transición que significó la aceptación del imperativo monárquico, sin ninguna otra opción, que culminaría con la redacción de una Constitución y su consiguiente aprobación mayoritaria, el 6 de diciembre de 1978, que arrojó un balance de 15.782.639 de votos afirmativos (87,79%), y de 1.423.184 de los negativos (7,91%).

Retomando nuestro epígrafe e intentando evocar o reivindicar la voluntad general, en términos rousseaunianos, nos aterrizamos justamente en el artículo 14, cuya letra reza así: «Los españoles son iguales ante la ley, sin que pueda prevalecer discriminación alguna por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancial personal o social.» Es un honor celebrar que este artículo, tal cual se expresa se aplique a ¡todos! los españoles y sin ninguna exclusión. Sin embargo, los que quisiéramos ser exigentes con nosotros mismos, con los demás y con toda nuestra realidad circundante, nos quedamos si no frustrados, por lo menos, en la incertidumbre porque, leyendo el artículo 56, apartado 3, nos encontramos ante una exclusión, sin duda incompatible con lo que ¡todos! acabamos de aplaudir al unísono, esta es la que nos asegura que:

«La persona del Rey es inviolable y no será sujeta a responsabilidad. Sus actos estarán siempre refrendados en la forma establecida en el artículo 64, careciendo de validez sin dicho refrendo, salvo lo dispuesto en el artículo 65,2.»

En esta correlación, el artículo 64 dice:

«1. Los actos del Rey serán refrendados por el presidente del Gobierno y, en su caso, por los ministros competentes. La propuesta y el nombramiento del presidente del Gobierno, y la disolución prevista en el artículo 99, serán refrendados por el presidente del Congreso.

2. De los actos del rey serán responsables las personas que los refrenden».

Es indudable que, en nuestra Constitución, se puede hablar de todas las libertades tanto individuales como colectivas, tantos derechos y todo cuanto se quiera, pero si el primer ciudadano, el jefe del Estado, es inviolable y exento de cualquier responsabilidad, entonces resulta totalmente imposible creer que «todos los españoles son iguales ante la ley». Es posible que se me acuse de haber entrado, como un buen profano en el terreno ajeno, supuesto que, siendo lo mío lo que concierne al ámbito de la filosofía me he metido en el ámbito de la legalidad, de los legisladores, de la jurisdicción o de la jurisprudencia, al que se han aproximado diversos pensadores, cuyas reflexiones han configurado, configuran, las líneas maestras de una disciplina que, desde hace siglos, bautizaron con el nombre de Filosofía del derecho. Planteando el tema desde esta perspectiva, quisiera recordar la palabra de Montesquieu, quien afirmó, en el Libro primero Del espíritu de las leyes I, que «Las leyes en su más amplia significación, son las relacione necesarias que se derivan de la naturaleza de las cosas… Hay, pues, una razón primigenia. Y las leyes son las relaciones que existen entre esta razón originaria y los distintos seres, así como las relaciones de los diversos seres entre sí.» En terminología kantiana, diríamos que las leyes son imperativos hipotéticos nunca categóricos, porque se desarrollan y se practican en un marco infinito de «relaciones» o de condiciones.

Uniendo la inviolabilidad a la exención de la responsabilidad, eso significa negar una de las características esenciales de la sociabilidad humana. Si el ser racional se caracteriza precisamente por su realización cotidiana, mediante los actos que definen su conducta y constituyen la moralidad, siendo la responsabilidad la exigencia por la cual está constantemente obligado a cargarse con las consecuencias de estos actos, pues, asegurar o imaginar a alguien entre los humanos exento de este deber inexcusable, es saltar fuera de los límites de esta categoría común que engloba a todos. Se sabe que el acto humano puede ser individual y colectivo, en uno y en el otro caso, cada parte tiene que asumir, de una o de otra forma, la responsabilidad de los resultados, de los efectos o de las consecuencias de su comportamiento. Con estas premisas, es preciso distinguirlos actos que pertenecen al ámbito institucional o protocolario, de los que emanan del libre albedrío, de la conducta personal, que son intransferibles, estos al ser del primer ciudadano, deberían ser lógicamente modelos de imitación de todos los demás ciudadanos, pero, su inviolabilidad y todo cuanto conlleve tropiezan con la esperada ejemplaridad para el observador autónomo e independiente que quisiera contemplarla a la luz de ese conjunto que nos engloba a todos... Nuestra sociedad tenía que haber sido debidamente informada acerca de lo que sucedió para llegar hasta aquí, pero eso no fue posible a causa del oscurantismo que la condiciona desde hace siglos. Como «el hombre no tiene naturaleza, sino que tiene… historia» ( Historia como sistema ), decía Ortega y Gasset, al que sigo llamando maestro por ser el creador de la filosofía contemporánea española, es obvio que la nuestra ha sido demasiada anclada en concepciones estatales inmovilistas, conformistas y ajenas a los cambios revolucionarios europeos. En consecuencia, el pueblo español, contando con esta experiencia, asimiló bien la herencia que le había dejado el franquismo. Como una herencia es siempre una carga, pues, esta sigue pesando y planeando sobre su forma de pensar, pudiendo condenar a los que intenten desviarse de ella. Interrogando el origen o la causa primera de la situación creada, se puede colegir que, en lugar de una Monarquía, de haber sido restaurada la III República, como lo propusieron los alemanes en el congreso de Maguncia el 11 de noviembre de 1975, el jefe del Estado nunca podría ser inviolable y exento de responsabilidad. Algunas investigaciones pertinentes y profundas, tales como la del coronel Amadeo Martínez Inglés, autor de Juan Carlos I, el rey de las cinco mil amantes , o del historiador Antonio Muñoz Sánchez, a su vez, de  El amigo alemán, el SPD y el PSOE de la dictatura a la democracia , Prólogo de Ángel Viñas, nos invitan a un replanteamiento de nuestro sistema político.

La nuestra ha sido demasiada anclada en concepciones estatales inmovilistas, conformistas y ajenas a los cambios revolucionarios europeos. En consecuencia, el pueblo español, contando con esta experiencia, asimiló bien la herencia que le había dejado el franquismo