TRIBUNA
Más allá de las ideologías
N o hay época sin discurso, ni discurso sin interpretación del malestar humano, así como ansia de controlar, de dominar, de gobernar… de poder.
Y merece la pena no pasar por alto la noción de que toda interpretación, anclada en un discurso, siempre buscará también una consolidación universal más allá de lo que cualquier racionalidad o conocimiento empírico pudiera sancionar con carácter de validez.
Lo cual supone que toda ideología, en su intrincado afán interpretativo, siempre remará en función de unas creencias que, en demasiadas ocasiones, colisionan con el conocimiento, la lógica o la racionalidad del quehacer humano, primando más los intereses que las sostienen, que cualquier otra premisa de intelectualidad o realidad convincente. Pero no importa, porque cualquier creencia se retroalimenta mucho mejor a partir de sí misma, que mediante cualquier otro saber en el que pudiera estar presente cierto margen de duda.
Luego es cierto que toda ideología se nutre de certezas en su afán por orientar y dar sentido a los múltiples problemas que asolan a la condición humana; desde la identidad yoica, la orientación o elección sexual, las tensiones en el seno de la pareja o de la familia, hasta albergar todo un conjunto de medidas políticas y culturales, que incluyen lo que se puede decir, ver, escuchar, escribir, pintar, fotografiar, esculpir, dramatizar…, en un verdadero ímpetu por dirigir las conciencias, como sus pensamientos más íntimos.
Porque lo que otorga razón y potencia a las ideologías no es el conocimiento ni la verdad, sino el tipo de creencia en juego y su anhelo por alcanzar todo aquello que ellas mismas determinan, en función de sus intereses, más o menos justos, o simplemente espurios.
Por eso los que se educaron en el seno de la ideología nacional católica, para más tarde beber de las fuentes de la esperanza surrealista y hippie, o del comunismo y sus diferentes variantes (anarquismo, socialismo, maoísmo, troskismo…), no pueden dejar de pensar en las nuevas formas de ideología (feminismo, ecologismo, movimientos LGTBI +, transexuales, minorías étnicas, movimientos anti-coloniales …), como las esperanzas de la hipermodernidad, una vez que el consabido virus religioso, político o social, de antaño, ha inmunizado repetidamente a la población hasta perder su consabido valor y hechizo.
Y es que con las creencias pasa lo mismo que con las enfermedades infecciosas. Toda infección activa frena cualquier otra posible infección latente en curso.
Así que pasado el virus ideológico, que difundió la represión y transición española, es ya posible infectar con nuevos virus de ideas la mente, preferentemente de niños y niñas, adolescentes e individuos diversos y dispersos, con la misma receta fanática y juego de palabras, en esa aspiración tan humana de adoctrinar como de aumentar el número de fieles y enfebrecidos militantes.
Y para ello nada nuevo. Libros por doquier, entrevistas exaltadas, manifestaciones, mítines o fiestas de apoyo, en las que sobre el barniz identificatorio de los participantes, se resalta el reproche, la revancha, los enojos y la busca y captura de los supuestos opresores, así como esa férrea conducta de segregación hacia todo aquel o aquella que no se deje encauzar en la dirección «políticamente correcta».
Y si hace falta, se llegará incluso al linchamiento social o a la insignia de la degradación personal, en un ambiente, que cuesta reconocer, se asemeja demasiado a todo aquello que desgraciadamente forma parte de nuestra triste historia.
Es así, entonces, cuando el oprimido pasa a ejercer su poder frente al opresor de antaño, haciendo resonar la misma melodía de siempre; esa que atesora un escenario de víctimas y de verdugos, aunque ahora los protagonistas hayan cambiado en la escena su lugar.
Ahora bien, de todos estos movimientos sociales quiero detenerme someramente en un tipo de neo-feminismo, convertido en bandera de liberación de la nueva mujer, en su particular lucha contra el modelo patriarcal y todo aquello que destile cierto aroma hormonal masculino.
Sin embargo, no es necesario ser feminista para intentar «ser mujer»; del mismo modo que tampoco se precisa ser machista para intentar «ser hombre», aunque lo verdaderamente esencial sería valorar mucho mejor la condición humana sin el sesgo de género que tanta promoción ha alcanzado en la actualidad.
Y mientras el feminismo es una ideología que tiene demasiado claro el patrón de pensamiento y de necesidad de las mujeres, así como su conducta para poder alcanzarlo, el «ser mujer» es una posición frente a la vida que no lleva implícita ni el juego de las identificaciones, que verdaderamente consumen su ser, ni tampoco la idea de la maternidad o de la pareja como elementos capaces de configurar alguna de sus apetencias o anhelos personales.
Porque «ser mujer» no es algo que se pueda significar a través de un manual o de un eslogan, ni mucho menos de alcanzarse de modo colectivo, puesto que es aquello que les diferencia una a una.
Por otra parte, que las mujeres han estado confinadas en los hogares familiares en su función maternal o de esposas, acabando apartadas de multitud de ámbitos de la esfera social desde tiempos inmemoriales, es un hecho que creo no admite demasiado debate. Pero lo que está en juego, en la actualidad, a mi modo de ver, no es sólo el hecho de que las mujeres puedan situarse a nivel de la ley bajo el mismo sesgo que los hombres, sino que ellas mismas, por «ser mujeres», puedan aspirar a conseguir, como los hombres, lo que ningún manual ni defensa colectiva alcanza para hacerlas sentir lo más propio e intimo que poseen, y que les diferencia de todas y de todos.
Y, en este punto, ellas mantienen la misma problemática que cualquier varón ante el hecho de existir como seres humanos atravesados por las preguntas que facilita el lenguaje: quién soy, qué soy, qué quiere...
Luego no es la maternidad, ni mucho menos la identificación con los patrones masculinos, ni tampoco su lucha por alcanzar lo que siempre les ha estado vetado –lo cual no impide que se confronten en la defensa de sus derechos-, lo que verdaderamente les acercaría a ese interrogante que les asola en secreto sobre la feminidad, y de cuya respuesta y posición pendería, precisamente, un nuevo marco en la vida.
Y, en esa encrucijada, las mujeres, una a una, están a solas con su enigma, siendo ellas mismas un misterio para sí, tanto como lo son para los hombres y demás mujeres que la observan sigilosamente en silencio.
Luego el auténtico feminismo, si puedo nombrarlo así, sería aquel que ayudara a la mujer a confrontarse con su «ser femenino» como verdadera alteridad. Ese del cual sólo el poeta intenta alcanzarlo en el espesor de la noche, con la espera de que así, algo del enigma toque su cuerpo y le conmueva.
Lo demás, sinceramente, es más de lo mismo.