Diario de León

TRIBUNA

Con las cosas de comer no se juega

Publicado por
Enrique Ortega Herreros médico psiquiatra jubilado
León

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E sa frase, tomada habitualmente en un sentido figurado, tiene vigencia en la actualidad en un sentido de lo más concreto. Me estoy refiriendo a las protestas del campo. Ya sé que se juntan los agricultores y ganaderos; bueno, y los hortelanos y pescadores haciendo piña para protestar ante quien corresponda, para reivindicar un trato justo para su trabajo. Normal.

Vaya por delante mi gratitud hacia quienes trabajan produciendo aquello que nos sirve de sustento. Por otra parte, dado mi origen, conociendo de primera mano el problema, y por aquello de “es de bien nacido ser agradecido”, me sumo a las reivindicaciones que en justicia les corresponden. En estas protestas de los agricultores y ganaderos existen diferencias emocionales añadidas en relación a las protestas de otros colectivos. Fundamentalmente porque una gran parte de la sociedad actual está más o menos vinculada con el campo, con más cercanía unos que otros, pero el origen, al fin y al cabo, tiene mucho tirón y fuerza. Es cierto que la imagen anclada en nuestro inconsciente del labrador, de manos grandes de tanto usarlas, de figura encorvada agarrando con fuerza las manceras del arado romano, de mirada limpia y escrutadora, de tez arrugada y cetrina golpeada por los vientos y los soles de todos los tiempos, ha dado paso a otro estilo muy diferente de trabajo y del trabajador del campo. La boina y la pana raída han pasado a la historia. Permanecen la búsqueda de libertad, la autonomía de movimiento, el ser dueño de sus tiempos, estando las alegrías y las penas, en lo que al trabajo se refiere sometidas, fundamentalmente, a las condiciones meteorológicas nada más.

Eso ha cambiado sustancialmente. Su libertad está en entredicho pues le han impuesto normas ajenas, obligaciones contrarias a sus costumbres ejercidas durante siglos. No es que se oponga a los nuevos tiempos y a la necesidad de adaptarse a las nuevas circunstancias, sino que se trata de algo que chirría, que menoscaba y condiciona su forma de ser y estar en el mundo. Le quieren imponer el qué, el cómo y el cuándo de su trabajo. Y lo que es peor, pretenden (otra cosa es que lo consigan definitivamente) manipular los precios de sus productos, abocándolos a situaciones límites.

Por eso el labrador de antes, siempre sufrido y generoso, aunque orgulloso y con un sentido profundo de la justicia, se ha convertido en un agricultor harto de verse manipulado y subestimado, y ha decidido entrar en combate abierto contra quienes pretenden someterlo. No es por azar que ha elegido como arma para la lucha a su tractor, símbolo de su fuerza y, en el lenguaje freudiano, de su poder fálico para demostrar hasta donde está decidido a llegar.

El tractor, la tractorada en el lenguaje periodístico, ha dejado de ser el referente primordial de la fecundación de los campos, de la tierra, y se ha convertido en un arma de guerra.

Ojalá que el combate no dure mucho, pues siempre es de temer la ira del hombre prudente, tranquilo y obediente ya que no está acostumbrado a manejarla.

Estoy seguro que el agricultor de hoy día, autónomo y resistente, está dispuesto a encontrar un compromiso con las administraciones correspondientes para resolver la problemática que está sobre la mesa, pero sin olvidar que lo que más ama por encima del interés, que también, es la libertad. Hoy, los agricultores, que en su mayoría no son obreros asalariados, pretenden seguir siendo dueños y señores de sus tiempos y haciendas. Es posible que ese dato no haya sido tenido suficientemente en cuenta por las administraciones, y más en concreto por la Comunidad Europea acostumbrada a dictar normas y reglamentos encaminados a un supuesto orden de producción y garantía de los productos del campo y la protección del consumidor, aunque sin descuidar, antes al contrario, los intereses de otros agentes implicados en el proceso como son las multinacionales productoras de fertilizantes, herbicidas, agencias aseguradoras, empresas o cadenas de distribución y venta, etc., etc. de tal manera que lo que el agricultor produce se multiplique sin control en el precio final al consumidor.

El agricultor español actual es en su mayoría, como apuntaba más arriba, obrero y trabajador, amo y propietario al mismo tiempo. No se aprovecha de los sudores ajenos ni de aquellos animales de antaño de orejas grandes y puntiagudas, mirada de resignación y entrega sin reserva con los que establecía una relación peculiar y necesaria, hasta tal punto de compartir con ellos soliloquios y monólogos, con pretensión de diálogo amistoso o de reproches cargados de cagamentos, mirando al suelo o al cielo según procediese.

Hoy comparte vida, trabajo y espacio con el tractor y la máquina cosechadora que además de facilitarle sus tareas, le informan de la superficie de las parcelas, del tiempo requerido para cultivarlas, de la producción y la sequedad o humedad de sus productos, etc., etc. a la vez que le ofrecen música clásica o popular, noticias varias o programas de divertimento siguiendo los gustos del consumidor, además de la protección del frío helador del invierno o del calor abrasador del verano, así como de la lluvia.

Todo esto y mucho más está incluido en las cabinas de sus vehículos y en los ordenadores de a bordo.

Uno podría estar inclinado a pensar que se trata de un trabajo fácil, cómodo incluso, sin horarios de obligado cumplimiento, sin jefes autoritarios, con meses de holganza, aunque alternando con otros de gran esfuerzo y dedicación sin que escatimen el tiempo. Es gente que goza de la luz, del aire puro y del sol del campo, repleto de advocaciones bucólicas referidas a los rubios trigales, a las rojas y espléndidas amapolas que iluminan y dan color al paisaje, y al trino de las aves que entonan sus cánticos de la alegría de vivir. No niego, al contrario, la belleza y armonía de la naturaleza y el goce que conllevan. Ahora plantéense el porqué de sus quejas, de la falta de brazos nuevos, de la huida de los jóvenes del campo, de la España vaciada. Algunos me dirán que un solo agricultor, hoy día, especialmente en la explotación de cereales de secano, cultiva él solo más que veinte de la generación anterior y ya no digamos de la de sus abuelos. Es cierto. Entonces, ¿qué les falta para ser razonablemente felices? Pues sepan ustedes que no se quejan de vicio. En todo caso, se quejan del vicio de otros agentes implicados en el proceso de regulación, imposición de normas, distribución y venta de sus productos. A ello se añade de forma soterrada, aunque es cierto que va desapareciendo, una valoración negativa hacia los hombres del campo, considerados más “primitivos y con menor cultura que los capitalinos”. Doy fe de ello, observado y vivido en mi niñez, así como de las protestas, sin respuesta positiva, de los labradores de entonces por el trato discriminatorio del que eran objeto por parte de la administración y los políticos. Hoy día, los agricultores que permanecen al pie del cañón no solo están mejor formados que otros muchos colectivos, sino que son más emprendedores y avispados.

Tienen toda la razón cuando advierten, cargados tanto de razón como de amenaza, que con las cosas de comer no se juega.

El labrador de antes, siempre sufrido y generoso, aunque orgulloso y con un sentido profundo de la justicia, se ha convertido en un agricultor harto de verse manipulado y subestimado, y ha decidido entrar en combate abierto contra quienes pretenden someterlo
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