TRIBUNA
Refugiados
Como muchas otras cosas de nuestro mundo, me consta que esta temática no tiene arreglo, aunque algo hay que hacer, pero no sé bien qué cosa.
La reflexión viene a cuento a raíz de la visión del film 'Los niños de Winton', recientemente proyectada en nuestros cines.
Durante la puesta en escena un hombre inglés pone todo su afán y empeño por rescatar del infierno a unos pobres niños judíos, en medio de la barbarie nazi que se avecinaba y ante el titubeo de las autoridades políticas del momento más entretenidas en la estrategia, que en el destino de infinidad de vidas humanas.
Pero el problema que se me planteaba durante la película —en la que se mostraban hechos acaecidos hacía ya tiempo, tal vez por ese afán persuasivo para no olvidar el horror de las guerras como el sufrimiento del pueblo judío—, era que no paraban de asaltarme imágenes y preguntas acerca de la infinidad de refugiados que ahora estarían sufriendo las mismas consecuencias, sin apenas información ni mucho menos consideración.
Porque es un hecho que gran parte de los noticiarios en curso están más dedicados a las triquiñuelas políticas domésticas y otros afanes publicitarios demasiado decadentes, francamente dignos para hacer sonrojar cualquier mirada ética.
Ahora bien, ¿a quién le importa el drama humano más allá de sus fronteras o incluso del propio marco de su entorno familiar?
Y si dudan acerca de la existencia de multitud de campos de refugiados, completamente desperdigados por nuestro aún planeta azul, no tienen más que pulsar con los dedos la tecla del móvil u ordenador más cercano, para que comiencen a fluir infinidad de seres que viven de forma infrahumana y abandonados a su suerte (Cox’Bazar, Dadaab, Kakuma, Bentiu, Lesbos, Zaatari, Bunia...).
Si son capaces de ver la infinidad de imágenes en las que bebés, niños, madres, hombres, mujeres o ancianos sucumben ante su incierto destino, sin llegar a cerrar los ojos, podrán alcanzar a comprender cómo el drama judío de antaño prosigue ahora dentro del mismo marco de ignorancia cuando no, de calculada estrategia de desconocimiento por parte de todos.
Reconozco mi simpatía por el pueblo judío. Nadie como ellos ha conocido las desgracias como el acoso generalizado desde tiempos en que la historia apenas aún se escribía.
Por otra parte, siempre me ha llamado la atención su tenacidad y perseverancia para mantener sus tradiciones y señas de identidad frente al manifiesto empuje de animadversión generalizada, sabiendo hacer brotar de todo ello un pulso de genialidad a lo largo de las épocas.
Y, finalmente, cómo no sentir el dolor infringido a ese «pueblo elegido» mediante el funesto maleficio de la «solución final», queriendo así lograr lo que siglos de historia cristiana no habían podido hacer callar.
Ahora bien, el pueblo judío no está solo en la ejemplificación de la tragedia, fruto de esta pulsión mortífera que anida en el alma humana.
Porque ahora mismo, junto a ellos, también palpita el drama de la familia palestina en esa ciénaga de dolor y muerte por alcanzar o recuperar la «tierra prometida», en la que tanta gente inocente está perdiendo su vida bajo el yugo de la discordia.
Y así es, como ya conocemos suficientemente por la historia, cómo el odio y el rencor bajo el manto del horror de la guerra, hacen gritar hasta la desesperación a multitud de seres que no pueden ni saben dónde refugiarse ahora.
No obstante, es imposible que podamos tomar conciencia del inmenso sufrimiento que padecen todas estas familias tan alejadas de nuestra cotidianidad. Y, sin embargo, ellos mismos, en ese lugar, están esperando una solución que no llega a pesar de las promesas.
Entonces, ¿qué se podría hacer?
Es cierto que no se le puede pedir al pueblo judío la nobleza o la magnanimidad, que muchos otros pueblos jamás han tenido con sus vecinos convertidos en furibundos enemigos. Y, sin embargo, creo que ahora deben de ser ellos, los agredidos en el pasado hasta la saciedad, quienes faciliten una salida mediante la concordia y el perdón por todos los errores cometidos en el pasado.
Y, para ello, es preciso reconocer y aceptar, que también el pueblo palestino está esperando una tierra en la que poder alojarse para vivir en paz, alejando por un momento cualquier idea de segregación, que sólo permitiría seguir alimentado el odio y el sufrimiento de todos.
Pero también es necesario que el resto de pueblos cercanos al conflicto acepten, de una vez por todas, que los judíos están allí para quedarse y que todo intento de segregación de ese pueblo tan sólo hará perdurar ese infierno que se vive en la zona.
Y nosotros, que de momento estamos tan alejados de las zonas de conflicto, aún cuando podamos sufrir efectos colaterales de todo tipo ¿qué podemos hacer para aminorar el sufrimiento del mundo?
No les voy a pedir que sufragan o militen en ninguna ONG, ni tampoco que vayan como voluntarios a las zonas de combate, ni mucho menos que repartan limosnas por doquier, pero sí que sean capaces de afrontar su entorno más cercano con menos quejas y mayor decisión y responsabilidad en todo aquello que les atañe como ciudadanos y personas del mundo.
Y aparentemente es sencillo, pero qué complejo y difícil nos supone todo eso de tolerar las diferencias y empatizar por un momento con nuestros semejantes, siendo esto mismo, precisamente, lo que verdaderamente modificaría la faz de nuestro orbe.
Por eso vivan y dejen vivir; alivien sus cargas de la buena manera; cuiden de las personas a su cargo; ayuden, si es posible en su quehacer cotidiano, a todos aquellos que creen que lo necesitan, y asuman que esta vida es lo más importante que cada uno tiene.
Y, sobre todo, limiten las fuerzas del odio y sus subrogados, como la envidia, porque de ello emana el veneno que destruirá toda felicidad posible.
Si fuera así, la esfera terrestre seguiría dando vueltas, seguro, pero cada uno de ustedes estaría parado por un instante que, ojalá, lo sientan como una eternidad.