TRIBUNA
Chapado a la antigua
En Villafranca había familias en las que los hijos trataban de usted a sus padres. En mi casa nunca fue así, pues tuteábamos a nuestros progenitores y les llamábamos «papá y mamá», y no «padre y madre», que era el tratamiento habitual en muchos pueblos del Bierzo. Sin embargo, siempre tratábamos de usted a los mayores, a los desconocidos, a todas las personas con las que no teníamos confianza ni trato habitual.
Ahora, en estos tiempos tan «modernos», tan así, a veces tengo la impresión de estar yo «chapado a la antigua», pues tratando de «usted» a la gente no consigo casi nunca que me devuelvan el mismo tratamiento. En los supermercados me tutean como si hubiéramos comido juntos en el mismo plato. Yo soy incapaz de tutear a personas que no conozco bien, e incluso trato de usted a los jóvenes.
Tampoco soporto a los gritones, y menos todavía a los que hablan mal soltando palabrotas, blasfemias, como solían hacer algunos rudos «carreteros» de antes. Me asquea la forma de hablar de los escritores soeces y los tertulianos de las televisiones.
Mientras pueda voy a seguir caminando con los ojos abiertos, sin escupir, sin tirar papeles ni porquerías, sin sonarme delante de la gente. Seguiré pensando en los demás (y sobre todo en los de menos), sin atropellarlos con empujones ni pisotones, las trataré de usted, les cederé el paso y los saludaré amablemente con un buenos días señora, buenos días caballero, buenos días joven, y hasta mañana si Dios quiere, sobre todo si Dios quiere.
Sé que en algunas cosas estoy chapado a la antigua, y me encanta.
Desde niño, mis padres me enseñaron que el pan es sagrado, que jamás debe despreciarse ni ser tirado a la basura por muy duro que se haya puesto. Se ablandaba encima de la chapa de la cocina económica, o sobre las brasas de la cocina baja, para desayunarlo con leche y malta. Ahora es el aparato eléctrico el que funciona cada mañana para preparar tostadas con aceite de oliva y miel. Entonces, mi padre se encargaba de hacer el caldo «remendao» y también las sopas de ajo. En la ciudad, alguna vez me permito el placer de esta humilde y humeante deliciosa sopa, tan cariñosa y servicial con los estómagos agradecidos, sobre todo al hacerla con el pan rehogado en aceite y luego un huevo «estrellado» al cocer.
Soy tan «anormal» que no me gusta el caviar, ni las angulas, ni los percebes, ni los cruceros de placer, ni los hoteles de cinco estrellas, ni los restaurantes de lujo, pero si me encantan los huevos fritos, o cocidos, con pisto o pimientos del Bierzo asados, en bote. Me gusta la normalidad, los días de diario, lo corriente.
En los bautizos, era costumbre muy arraigada que al salir de la iglesia el padrino lanzase al aire unos puñados de caramelos y monedas para alborozar a los niños que esperábamos en la puerta. Mi sentido de la dignidad siempre me impidió agacharme y pelear para lograr unos premios tirados por el suelo. Si al vuelo atrapaba algo, me conformaba, y si fallaba, también.
En aquellos años cincuenta del siglo veinte, las camionetas cargadas con pescado venían siempre de la derecha, cruzaban el puente medieval sobre el río Burbia y el viaducto de hormigón armado, el primero de España.
Pasaban por delante de mi casa y de la Colegiata, siguiendo la carretera Nacional VI, para llegar al Mercado Central de Madrid lo antes posible. Todas las tardes, a eso de las siete, empezaba el desfile, una tras otra, con pequeños intervalos de tiempo. Iban muy cargadas, con unos tres mil o cuatro mil kilos, y al llegar a la altura de la Columna del Comandante Manso reducían velocidad y subían muy despacito la pequeña cuesta. Unos pocos chavales, no más de media docena, audaces y arriesgados, aprovechaban para subirse por detrás y, bien agarrados a los salientes de las cajas, viajaban gratis esos ciento cincuenta metros que hay hasta el Callejón de Pino.
Nosotros, los niños más pequeños Do Fondo do Campo, nos divertíamos y aprendíamos apuntando en nuestras pequeñas libretas las matrículas de todos los coches y motos que pasaban.
Y de vez en cuando repasábamos con entusiasmo nuestras anotaciones para comprobar las matrículas que teníamos repetidas.
Tenía yo ocho o nueve años cuando le dije a mi madre: «Mañana tengo que ponerme el traje nuevo, que voy a pedir trabajo a la carretera». Han pasado ya sesenta y cinco años, pero ahora, de repente, lo recuerdo y me alegra saber que he sido un niño con iniciativa, muy trabajador.
Como buen contable, creo que lo más bello es la verdad, y no miento ni cuando cuento cuentos.
El que esté libre de culpa...
Con toda Burbialidad.