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Después de un mal día llegó la noche. Igual que sucede en otras ocasiones imaginaba lo que iba a ocurrir mientras dormía. Les ahorro los sucesos de la jornada que en el catálogo de los horrores posibles no alcanzarían ninguna categoría. Simplemente un mal día. Pero todo se quedó dentro de uno y la cabeza, siempre la cabeza, decidió por su cuenta qué es lo que tenía que hacer. En este caso fue drenar todo el malestar de la jornada, hacerlo salir y que flotara por la habitación hasta que a la mañana siguiente, al abrir ventanas para ventilar, se marchara toda aquella corte de los milagros en donde nadie es quien dice ser, los apersonajes que van desfilando alternan buenas intenciones con convertirse en monstruos al instante siguiente.

Cuando la pesadilla es salvaje el despertar es viscoso, aplastante, como si el mundo turbio no quisiera dejarte salir de entre sus telarañas. Los sueños, pegajosos como sábanas de estudiante de Erasmus, pugnan durante unos minutos intentando imponerse como la única realidad posible.

La entrada del aire fresco de Abril me acabó de despejar; creo que me palpé para sentir que estaba de una pieza, pensé en los míos y en todos los que quiero y volví a sentir que «esto tiene sentido».

En esa noche de sueños perdidos que les narro la ciudad en la que vivía estaba en guerra. Asediada. Recuerdo que tenía una edad indefinida, sé que tenía familia, pero no sé si solo era hijo con padres, hermanos y amigos o ya era yo el padre con mucha más responsabilidad.

O a lo mejor en el medio de ese tiempo demencial era todas las cosas a la vez. Es cierto que me sentía con fuerza para moverme de un lado a otro encontrándome con toda clase de escenas que la mente iba recuperando de portadas de libros; fotos de Robert Capa todas en blanco y negro (los dos colores de la verdad), la desesperación, la ira y una sensación de angustiosa tristeza que lo acababa de inundar todo: «tan triste como un solo un niño puede estarlo», dice en su canción Walking in Memphis el cantante Marc Cohn.

La bibliografía a la que el cerebro puede acudir para documentar ese trabajo demoledor con «nocturnidad» es vasta. Va desde lo leído e interpretado de las dos grandes guerras mundiales y otros conflictos hasta el día a día de las guerras que se pueden ver en los noticieros; algunas de ellas en países más cercanos a España que cuando viajamos de vacaciones desde la península a las islas Canarias o al Caribe para una desconexión total entre cocoteros.

En esa vivencia en la que a veces era lector y en otras actor los trasteros de las viviendas se convirtieron en refugios a donde las gentes bajaban a esconderse durante los bombardeos que atronaban. Recuerdo que un niño, en medio de aquella locura, se entretenía con algunos juguetes de los que allí se guardaban, pero no sonreía.

Me desperté varias veces, supongo que por algún sobresalto y por lo intenso de aquella paraonia. Al volver a dormir me encontré de nuevo con la ciudad pintada de gris, los señores y señoras de abrigo largo corriendo con bebés en los brazos; creo que sin ninguna dirección; solo intuyendo que de esa forma no eran un blanco fácil. O quizá distraían la desesperación en su alocada carrera.

Al despertar, en esa semivigilia que se permite el que ya no funciona con despertador, fui haciendo el reconocimiento de los lugares y las bajas sufridas: ninguna. Pero no me apetecía celebrarlo; era pesadilla para mí. Para otros es el día a día.

A lo largo del tibio día de Abril con algo de niebla agarrada y después sol ganador la vida me regaló sus momentos: las barcazas por el río, las segundas cervezas, el autobús que protesta sonoramente al subir la cuesta y reparé en cuantas cosas estúpidas están ocurriendo a mi (a nuestro) alrededor solo para tensar los nervios.

Nunca entendí a un abuelo que ya marchó hace mucho y que ya intuía algo hace muchas décadas. Yo pensé, con mente de adolescente, que le fallaba la cabeza: A este país le haría falta una guerra, decía. O al menos un susto.