TRIBUNA
El poder como objetivo primordial
No se trata de una simple constatación de la política en general y la del actual Gobierno en particular, que también, sino de una valoración del manejo de las sociedades humanas. El tema me permite reflexionar sobre ciertas tendencias humanas, con la dinámica que mueve y sustenta las posiciones entre «gobernantes y gobernados».
El denominado sistema democrático, ejemplo y paradigma de la justa utilización del poder para el bien común, donde el pueblo soberano manda y gobierna a través de unos representantes elegidos por él, resulta que no solamente no es perfecto (nada es perfecto, ya se sabe), sino que hace aguas y está a punto de irse a pique. ¿Cómo es posible que un sistema, en teoría perfecto, en la práctica no funciona tal como previsto y diseñado? Esta pregunta posibilita diferentes respuestas. La primera que se me ocurre es que los elegidos por el pueblo no creen, realmente, en la propia democracia. Es decir, que sí creen en la parte por la que el pueblo los elige, pero disienten de ser únicamente representantes al servicio del pueblo que los ha elegido. Otra respuesta posible reside en el propio concepto del poder, y su manejo. Veamos.
La idea del poder compartido, los contrapesos del poder, los diferentes poderes del estado, la separación de poderes, el imperio de la ley como paradigma de la detención justa, ecuánime y necesaria del poder, etc. son conceptos o constructos teóricos biempensantes que pretenden superar las tendencias naturales inscritas en la «biología» de la sociedad. Buscan transcender, lograr convertir al hombre en animal «metafísico», en «portador de valores eternos», en «transformación mística», en «alter deus» etc. Sin embargo, desearlo, incluso intentarlo, es una cosa, y conseguirlo es otra muy diferente.
Nos enfrentamos a una dialéctica entre el deseo y la realidad. Es cierto que el hombre ha considerado siempre que «el traje diseñado por la biología para su desarrollo y madurez» le quedaba estrecho, y lo ha reventado por las costuras. De ilusión también se vive, parece que se dijo desde el principio de los tiempos. O, quizás, floreció en su ADN, sin saber ni el cómo ni el porqué, la semilla del conocimiento más allá de sí mismo, buscando descifrar los misterios del mundo, de la vida y de la muerte.
Traigo a cuenta esta reflexión para situar el dilema referente al ejercicio del poder entre el individuo y la sociedad. Ambos, individuo y sociedad, están íntimamente imbricados, aunque partan de orígenes distintos, y sean entes diferentes. Me explico. Todo indica que la sociedad necesita de individuos que pongan en marcha el ejercicio del poder. La sociedad, no tiene identidad, ni capacidad para ejercerlo. Por eso, escoge, promueve o fomenta que haya individuos que lo ejerzan. Al final emerge y/o es designado un individuo denominado líder sobre quien recae el ejercicio del poder. Se supone, o se desea, que ese individuo ejerza el poder en beneficio del grupo. Hasta ahí, todo parece muy lógico. Veamos ahora la visión del elegido desde la perspectiva personal de su tendencia a ejercer ese poder. Es fácil imaginar que el individuo elegido tenga como modelo primordial el que emerge de su mismidad, de su dinámica biológica e intrapsíquica, más que de su relación con la sociedad. Ésta delega y asume su compromiso, y su necesidad de aceptación y obediencia correspondientes con el elegido, convertido en líder. Éste responderá o no con la misma moneda a la sociedad, depende.
Cuando en la sociedad emergen miedos, inestabilidad, crisis de valores, luchas intestinas, rebeliones etc., la tendencia «natural» del líder es la de ejercer el poder de forma «contundente», autoritaria, incluso dictatorial. La sociedad puede protestar para revertir la situación, o aceptar de forma pasiva, resignada o impotente la dinámica del líder, tratando de hacer de la necesidad virtud. Hay sociedades que, bajo un sistema dictatorial, «endiosan a su amado y, a la vez, temido líder». Optan por la sumisión como forma de supervivencia. En cierto modo se identifican con él; en realidad, con el agresor. Ya saben aquello de «si no puedes con tu enemigo, únete a él», una forma de salir airoso del conflicto de intereses, o al menos de pretenderlo. Podríamos colegir que hay mucho de perversión de valores, de cobardía, pero, también, de realismo, de aceptación de una realidad que se impone a su pesar. Es bien sabido que existen sociedades que están instaladas en esa dinámica «crónica», inamovible.
Uno acaba preguntándose, a la vista del deslizamiento de las democracias hacia las dictaduras o autocracias, así como de la gran mayoría de regímenes totalitarios vigentes en las sociedades humanas en el mundo, si «la naturaleza» impone esas tendencias y modelos, más contundentes y efectivos que los propuestos, supuestamente, por la «civilización». Estaríamos inmersos en el problema, aún sin resolver, entre «natura y cultura», como si fuesen conceptos y fuerzas antagónicas entre sí. De ahí parece que surgieron los conceptos del bien y del mal, de la vida y de la muerte, del amor y el odio, del egoísmo y de la entrega, del mando y la obediencia, en fin, de todos los «contrarios» por los que se mueve y afana el hombre.
Volviendo a la dinámica del «ordeno y mando», y la del «acato y obedezco», el hombre se comporta tratando de situarse en el bando que más le interesa, bien sea como cabeza de ratón o como cola de león; incluso, como cola del pequeño roedor. Unos renuncian a su libertad por miedo o por cobardía, otros se rebelan, y dentro de estos últimos los hay que mueren en el intento y otros que consiguen hacerse con el poder, y vuelta a empezar. Pero la gran mayoría se acomoda a vivir con la ilusión de seguir viviendo, «contemplando cómo se pasa la vida, cómo se viene la muerte tan callando…» del poeta. Hay problemas sin solución, pues el hombre está destinado a repetir tendencias instintivas, del «cuerpo» que, hoy por hoy, son más poderosas que las que promueve y proclama el «alma», aunque ésta asegure que son mucho mejores, va usted a comparar. Pero ni por esas, oiga.
Para ilustrar lo comentado, echemos una ojeada a lo que pasa en casa. Y no sólo ahora. Nuestra historia está plagada tanto de heroicidades y belleza como de felonías y suciedades. Algunos predican que el poder sólo será efectivo con «mano dura, palo, y tente tieso». Otros aseguran que el amor es el motor que mueve al mundo (aunque parece que el odio lleva el volante). Hay gobernantes que se autoproclaman únicos e indiscutibles salvadores de un pueblo cuya miopía no alcanza a distinguir y diferenciar el narcisismo del altruismo, la mentira de la verdad, el bien propio del bien común, la verdad compartida con su posesión en exclusiva, incluida la patente. El amado líder derrama, incluso, lágrimas de cocodrilo, tratando de ejercer su poder por encima del otorgado por la sociedad, es decir, siguiendo el patrón de su mismidad, su «sanchidad». Se ha atrevido a amenazar, sibilinamente: «O Yo, o el diluvio universal». «El estado soy yo». Y algunos se lamentan: «Ni contigo, ni sin ti, mis males tienen remedio. Contigo porque me matas, y sin ti porque me muero». Ya ven, de todo hay en la viña del Señor…