TRIBUNA
Mis agridulces e inolvidables años infantiles
¡Cállate! —me increpó molesto mi hermano mayor, pegada la oreja a la bocina de la radio—. ¡Escucha, que está hablando la Pasionaria! —Y qué razón tiene—, dice mi madre a la chita callando. Si estuvieras callada, ganarías más, le replica mi padre, repitiendo la frase consabida, ¿acaso olvidas que, si hubieran ganao ellos, ni yo ni tú estaríamos aquí ahora para contarlo, sino criando malvas, donde ahora las crían ellos, y ellas? ¡Por recordártelo no queda…! —ironizó mi padre.
Cuatro golpes sonoros —como de culata de fusil—, golpearon el pesado picaporte de la puerta. Mi hermano saltó de la silla donde encaramao escuchaba las últimas noticias de la Perenaica , mientras mi madre lo arropaba como queriendo ocultarlo. Mi padre se quitó la boina, listo a saludar, sin perder de vista la esquina donde se apoyaba el máuser que siempre tenía escondido, pero al alcance de la mano. Yo lloraba como un perdido, mientras él, quitando la tranca, lentamente abría la puerta carretal y, en la oscuridad de la noche y con las manos en alto, daba paso a un bulto negro que, esquivando el viento y el aguacero, intentaba colarse en nuestra casa…
Eugenia, ¡por todos los santos!, ¿no tendrás por ahí un poquitín de urmiento, que mañana quiero amasar?
¡Pero mujer! —la atajó mi madre—. ¿Cómo se te ocurre venir a estas horas y con esta invernía? A todos nos has dado un susto de muerte…
Ya fillina ya, pero los rapaces piden pan cuando vuelven con el rebaño…
Pegado a las faldas de mi madre, yo mantenía los sollozos y el desconcierto. Mi hermano mayor, esquivando el posible peligro, saltaba la pared de la huerta tratando de esconderse en alguna casa vecina, pajar o cuadra. ¡Bien creí que eran los escapaos…!— se atrevió a pronosticar mi madre.
Yo pensaba, «ahí tenemos a la benemérita, que ha oído o le han dado un soplo que el hijo mayor de Andrés escucha la radio prohibida». ¡Bien pensé en un escarmiento! —nos repitió mi padre.
Horas más tarde, tras la búsqueda de mis padres por el pueblo aparentemente dormido, pero siempre vigilante, apareció mi hermano. ¡La última vez que escuchas esa jodía emisora!, —le susurró al oído. ¿Es que quieres traernos la ruina?— le amenazó, y mi hermano recibió un mosquilón, que mi madre no pudo esquivar.
Era tarde cuando nos acostamos, tras subir a gatas las escaleras, para no hacer ruido y, más tarde, cuando nos dormimos, porque aquella noche no pudimos enganchar clandestinamente la luz y, a oscuras, cualquier sombra sobre la pared, del candil de petróleo o de la vela que llevaba mi madre, era para mí un grotesco fantasma que me ponía atemblar…
La cama estaba fría, y yo no hacía más que dar vueltas; me tapaba la cabeza y gimoteaba. Sin esperarlo, llegó mi madre y de un brazao me tomó entre sus manos y me llevó con ellos a la cama matrimonial. Me puso en medio y yo me sentí feliz y querido. Hijo —se dirigía mi madre a mi padre—, siempre hay que estar listos por lo que pueda ocurrir. Ya le avisé al mayor del peligro que entrañaba jugar con la autoridad, sentenció mi padre. Bien creí, —decía mi padre creyendo que yo estaba dormido—, que eran los del monte. Esos también son autoridad, porque hoy todo el que tiene un arma, de una parte, o de otra, es autoridad y manda en todo.
Tú eres autoridad, tienes un fusil y dos escopetas, y hay gente en el pueblo que te tiene miedo, y otra que te respeta, aunque algunos, bien que te odian…— gritó mi hermano desde su cuarto.
—¡Duérmete ya, zahuril! —ordenó mi padre, ¡porque si voy ahí, vas a llevar una buena somanta! —le amenazó.
Dejemos el tema y, lo dicho, a cuidarse y a no irse de la lengua —cortó mi madre secamente
En pleno sueño, un bisbiseo me desveló. Adiviné a mi padre, empuñando el fusil, agachado en la ventana. Según él, dos sombras escondidas entre los negrillos del otro lado de la carretera, se movían. Los mastines de Matachana, el vecino, también ladraban. Mi hermano vino y se metió en la cama con nosotros. Pasados unos minutos de silencio profundo, sonó un disparo que atronó la habitación. Tras otra zozobra de silencio, sonó la voz de mi padre, «fue solo para asustarlos y que se fueran...», quisieron tranquilizarnos sus palabras.
Se oyeron nerviosos carraspeos de hombre, algunos gemidos de mujer y el llanto de un niño. Poco a poco todo se fue calmando; de nuevo cayó el silencio y vino una calma chicha. Mi padre se acostó con nosotros, y de nuevo él y mi madre se pusieron a conversar, encamados con su máuser familiar. Así, juntos, como nunca antes habíamos estado, parecíamos una familia segura, unida y feliz.
Ahora era el canto del gallo el que nos anunciaba la cercanía de la madrugada. Mis padres seguían hablando de fechas que estaban pendientes: en camino, un año más, se venía, el cuidado del huerto y las viñas, la fiesta de la Peña, la siega de la hierba para mayo, y las faenas del trigo para julio, sin olvidar la vendimia para octubre.
¡Todos son trabajos! —protestó mi hermano.
Todos son trabajos, ¡pero no todo son trabajos!, que también hay muchas alegrías, le dijo una vez más mi madre a mi rebelde hermano mayor.
¡Ya ves, y para que te chinches!, hoy mismo, y para desayunar como unos señores, tu padre va a prender la lumbre, y yo voy a ordeñar la cabra y vamos a hacer tostas de pan, rebozadas con harina y huevo, fritas y rociadas con miel, y para tu padre, empapadas en vino, que bien sé que le gustan. Habrá chocolate con leche y buñuelos, y un roscón para mojar, y un chisquete de vino.
—¡Ojo con tanto ordeñar la cabra!, que el cabritín tiene que engordar para la Peña! —recordó vehemente mi padre.
Con lo que me gustan a mí las tostas fritas con miel, dije yo y mi hermano se rió y me abrazó como nunca antes lo había hecho.
Tras el desayuno, mientras tu padre, tu tío y tu hermano, van a plantar los pimientos en el huerto del Valle, yo en casa voy a preparar un pollo asado, y de postre, peras carujas cocidas con azúcar, y un flan en el horno de la cocina, una vez que se cocine el pollo. Y tú, —dijo mi madre mirándome, tú me vas a ayudar en casa. ¡Yo quiero ir al Valle con ellos! —zapateé yo una rabieta en desacuerdo con la decisión tomada por mi madre.
Esto sí que es vida, me voy a dar una gran panzada, ¡de todo!… —se relamió mi hermano.
Yo prefiero el roscón con queso, —goloseé yo.
¡Sí, hijos sí!, porque el roscón con queso sabe a beso…y, ¡haremos un roscón de cinco huevos!
Y mi madre nos abrazó a los dos, mientras mi hermano se ponía colorao , y yo me iba a trastear por el patio —y me lo pasaba bomba—, jugando con la Flor, la perrita conejera.