Diario de León

TRIBUNA

MANUEL GARRIDO
ESCRITOR

Tiempo y espacio de rogativas

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Los últimos neveros de la sierra de La Baña, a modo de ojos —nunca mejor nominados ciclópeos— de la gran montaña, parecerían observar el valle del Cabrera, nacido a sus pies. El valle le ofrece un cauce al agua que, apenas brotada del seno de esa montaña, es brizada en la cuna mágica de un lago de leyenda. Recorre a continuación varios kilómetros en una andadura, que, dejando a su izquierda en la ladera a Forna, Encinedo, Trabazos y Castrohinojo, bordea Losadilla, pasa entre Quintanilla de Losada y Ambasaguas y atraviesa Robledo de Losada. A la altura de Nogar sesga su rumbo en curva hacia la izquierda y aquellos altos ojos lo pierdan de vista.

A mí esos neveros se me antojan también heteróclitas tildes desprendidas de alguna acentuación estratosférica. El nominado Lacillino, a la derecha del pico Gaya de Berdugueo, se extiende en una franja horizontalmente alongada sobre una cornisa o vaguada. El acarreo del viento amontona contravaguada la nieve cayendo y su presión constante la compacta. Las noches heladas convierten esa masa en bloque de hielo, que solo las lluvias persistentes de agua más cálida podrán socavar y desleír.

Este nevero perduraba con frecuencia de un año al siguiente, cierto que al final apenas ya visible de tan menguado en la distancia. Hace años que eso no ocurre y por el contrario la nieve se desvanece y esfuma más bien pronto, como decía, con las primeras lluvias finas y persistentes de abril o primeros de mayo. En la mentalidad popular, sin embargo, persiste la convicción expresada en un dicho que aún se repite a modo de advertencia y yo lo he oído, incluso este mismo año, para referirse a esos últimos neveros destellando latientes a lo lejos: «Esa nieve está ahí esperando por otra».

El dicho se justifica en la experiencia acumulada, porque en efecto, no era tan raro que a finales de abril o primeros de mayo volviera de nuevo el invierno por sus fueros de frío, heladas y también nieve. Esta era ya la última del año, pero en ocasiones todavía abundante, y eso explica la permanencia de los neveros resistentes hasta la primera nevada del otoño, que por fin le daba el relevo. Y esos últimos coletazos del frío con frecuencia dañaban los cultivos recién brotados.

No por casualidad coincidían con las festividades religiosas tradicionales también ligadas a la primavera, tras la Pascua florida. Casi todos los pueblos tenían la suya: la Cruz de mayo, Santa Elena, una festividad de la Virgen coincidiendo con el lunes de Pentecostés —en Cabrera La Virgen de los Remedios en Forna—.

Estos de finales de abril o primeros de mayo eran pues los días en que los campesinos cabreireses procesionaban con la imagen de sus santos para bendecir los campos y lustrarlos con el agua bendita, deprecando su fruto. Es imposible sustraerse a la emoción de esos momentos extraordinarios, en los que brilla esa profunda comunión entre las humildes gentes ingenuas y la tierra nutricia. Y como siempre se hizo en todo el ancho mundo, cuando este permanecía «encantado», trataban de propiciarse a las divinidades para que estas los protegieran, asegurándoles sus cosechas, tantas veces afectadas por las insidias climáticas.

La prolongada presencia romana en Cabrera impone recordar que la religión romana tenía una fiesta de primavera, denominada Ambarvalia, en la que celebraban estas procesiones. Virgilio cita este rito en el libro I de las Geórgicas: «Honra siempre a los dioses y ofrece a la gran Ceres/ los ritos anuales en los risueños campos/ de primavera, cuando ya el invierno ha pasado/ … Que adoren en la aldea los zagales a Ceres…». Se trataba pues de una procesión por los campos sembrados en la que jóvenes vestidos de blanco portaban altarcitos con imágenes de Baco y Ceres, adornados con guirnaldas de flores recién cortadas. Invocaban el amparo divino para los campos, que eran rociados con el agua lustral. El pueblo acompañaba en silencio el canto litúrgico del sacerdote.

Años después los campesinos cabreireses le dieron el relevo con su rito ya cristianizado, consistente en una procesión por el medio de los campos o su linde con la imagen de la Virgen u otro santo, presidida por la cruz procesional y seguida por los feligreses deprecantes. El rito se denominaba Rogativas, justamente porque en ella se hilaba la letanía de los santos (y por esa razón en algunos pueblos, como en Castrillo, la fiesta se denominaba Letanías, popularmente «Letainas»). Era por supuesto también en la lengua latina antigua, y a la invocación de cada nombre por el sacerdote, el pueblo respondía con la fórmula canónica: «Ora pro nobis». La letanía acababa con otra serie de invocaciones, cuya respuesta era: «Te rogamus, audi nos» (óyenos). Esos latines siempre dieron juego a ciertas bromas y juegos de palabras. En cuanto al segundo, se decía en un pueblo que una mujer estaba muy enojada con el cura, porque este, abusando de autoridad, le impedía regar un huerto que lindaba con otro suyo. La mujer se vengó, sustituyendo la respuesta canónica por esta otra de su cosecha, en la que el reverendo era así rudamente improperado: «Terronazos tras de vos».

Este nevero perduraba con frecuencia de un año al siguiente, cierto que al final apenas ya visible de tan menguado en la distancia. Hace años que eso no ocurre y por el contrario la nieve se desvanece
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