TRIBUNA
Testimonio
He leído y releído el artículo de don Casimiro Bodelón, titulado Porquerizas, cuadras y corrales de mi infancia , publicado recientemente en este mismo espacio. Vaya por delante mi admiración y reconocimiento hacia él por la claridad, sensatez, sencillez y profundidad al mismo tiempo de su testimonio vital, dejando reflexiones profundas para el futuro de las nuevas generaciones. Es obvio que ambos hemos vivido, por separado, experiencias similares (yo, quizás, más intensas por ser más viejo), en una época, llamada postguerra, y en un contexto sociocultural de aquellos pueblos pequeños. La comunión con el entorno, el compartir con los animales nicho y emociones, el respeto reverencial hacia los mayores, la valoración de las pequeñas cosas, el aprovechamiento de todo lo aprovechable y más (lo de reciclable se daba por hecho; es más, desconocíamos ese vocablo), la búsqueda de la verdad, de lo auténtico en nuestras acciones y proyectos etc. nos venía dado de fábrica o lo adquiríamos muy pronto por ósmosis.
Resulta enternecedor recordar el «culto» al pan, símbolo por antonomasia de nuestra alimentación que procedía del trigo, estrella de las gramíneas cultivables en aquellos entornos. Yo también he besado el trozo de pan caído al suelo, lo mismo que besábamos las manos de nuestros padres cuando volvíamos de la escuela. Seguramente es muy difícil, incluso inimaginable para quienes no hayan vivido lo descrito, entender dichas conductas. Se pueden sacar conclusiones peyorativas, etiquetarlas de arcaicas, primitivas, irracionales y mágicas. No los juzgo, únicamente añado que había armonía, egosintonía con esas costumbres. Había escasez de casi todo, pero había al mismo tiempo ilusión por salir de ese estado de necesidad material y de la otra. Estudiar, aprender era un incentivo en el que se volcaban nuestros padres no escatimando sacrificios de todo tipo con tal de que sus hijos progresaran. Es decir, coexistían la precariedad, que se aceptaba con resignación, humildad y aguante (lo que hoy se define como resiliencia) con la esperanza y el sano orgullo cara a un futuro depositado en la nueva generación.
No me voy a extender más sobre la situación reseñada, cuyo testimonio hago explícito. Hay mucha referencia, es cierto, al «paraíso de la infancia»; solamente añado, para darle un toque de trascendencia, lo de «hacer de la necesidad virtud». Por otra parte, hace don Casimiro una serie de reflexiones y preguntas en torno a las nuevas generaciones, nacidas en la abundancia, sin problemas de higiene, atención médica garantizada y alimentación variada y abundante, y se muestra pesimista en sus respuestas al considerar la falta de motivación, la ignorancia de la vida dura de antaño, «pegada a la naturaleza». Yo entresaco de su escrito un par de reflexiones más, que me permiten dar mi punto de vista al respecto. La primera es una similitud en lo que acaece en las guerras actuales (Ucrania, Palestina, Israel) y la posguerra española de nuestra infancia. Y añade: «La misma historia puede volver a ser la nuestra, la vuestra». La segunda reflexión es de profundidad filosófico-existencial. Cito textualmente: «La vida no es fácil, pero tiene sentido, si sabemos dárselo».
Mi primera reflexión en torno a la guerra pasada, presente y futura, es: «¿Estamos condenados a guerrear?», «¿No aprenderemos nunca a vivir mucho tiempo en paz?» Si los bisabuelos hacen la guerra y los bisnietos la repiten, ¿dónde queda la paz como valor a transmitir y consolidar? ¿Es una cuestión de «natura» o de «cultura»? Hay un dicho elocuente: «De padres gatos, hijos michines» que parece indicar el «fatalismo» de la herencia, el condicionamiento inevitable de nuestra hechura. Emprender la doma para sublimar las tendencias primitivas «guerreras» y transformarlas en amores pacíficos no parece haber sido nunca fácil, y nada nos permite presagiar lo contrario en un futuro que toquemos con las manos. Los horrores de las guerras actuales cuyas duras imágenes compartimos, sin querer identificarnos con ellas, en nuestras comidas a la hora del almuerzo y de la cena, no tienen efecto alguno en la digestión posterior. Es posible que, por higiene mental, miedo, impotencia o cobardía prefiramos mirar para otro lado, alejar de nosotros las sombras que se ciernen sobre nuestra propia historia. ¿Vano y engañoso intento? De poco sirve ensalzar solo el día negando la noche que hace parte del mismo. El caldo de cultivo del odio cainita que habita en los entresijos del alma, ¿cómo puede ser anulado y convertido en su contrario? Quizás la respuesta esté en la metáfora literaria de la bella flor en el estercolero. Siempre será mejor encontrar esa flor en el estercolero que contemplar la mierda en el jardín. Si ya Cristo pidió «Padre, si es posible, aparta de mí este cáliz», que no tengamos que repetir «España, aparta de mí este cáliz».
La otra cuestión, de hondura filosófico-existencial, es la planteada en torno a encontrar un sentido a la vida. «La vida no es fácil, pero tiene sentido, si sabemos dárselo», concluye don Casimiro. Aquí, los filósofos de toda hechura y condición se ponen las botas disertando o pontificando (aunque se contradigan entre sí, lo cual quiere decir que la verdad es muy escurridiza y «cambiante»). Al final da la impresión de que no hay dios que entienda al hombre, ese ser en proyecto constante, natural, romántico, existencial, metafísico, metapsicológico, religioso etc., etc. (pongan ustedes los «ismos» que más les guste para identificar las corrientes de pensamiento en cuestión). Algo parecido les ocurre a los poetas, a los místicos, a los cantautores y a ciertos locos empeñados en encontrar la (su) verdad en el absurdo (¿?) de la (su) vida. Si tenemos que saber dar un sentido a la vida, o éste está oculto y hay que descubrirlo, o hay que inventarlo. Y aquí, cuidado, porque hay «sentidos» para todos los gustos y momentos, e incluso contrarios entre sí. Valga, como ejemplo, las diferentes respuestas ante el sentido de la vida del optimista y del pesimista, respectivamente: Cuando pienso en la muerte me entran muchas más ganas de vivir. Cuando pienso en la muerte se me quitan las ganas de vivir.
Yo «ni quito ni pongo rey», pero no creo que el hombre sea solo una «pasión inútil», ni tampoco que posea en su interior el fuego divino cual volcán a punto de erupción. Que el hombre es un ser peculiar, «raro, raro, raro», nadie lo pone en duda. Es un sentir común. Y, ya se sabe «vox populi, vox Dei». Para terminar, solo un apunte y un chascarrillo. El apunte: No es que «el humano sea demasiado humano», es que desconocemos gran parte del desarrollo que busca la semilla. Por otra parte, el injerto primitivo de la cultura en la natura (pensamiento mágico, tabúes, mitos, creencias religiosas de todo tipo y condición, incluido el pecado original, miedos, fantasías etc. compartidas en el inconsciente colectivo y transmitidas al nuevo ser, incluso antes de nacer) ha trastocado la potencialidad de esa semilla. Total, el personal se pregunta para cuándo la solución a la incógnita del descubrimiento de la verdad. ¿Será alguna vez el hombre libre, pacífico e inmortal? La cosa queda así (gota de humor obligada): Puede ser que sí, puede ser que no. Lo más probable es que ¿quién sabe?… Mejor tratar «de hacer el bien, sin mirar a quién».