TRIBUNA
Letra y música de un paisaje
L as lluvias tan frecuentes como abundantes caídas a lo largo de abril y mayo cuajaron su fruto de vegetación crecida cuasiselvática en el paisaje cabreirés, fruido como nunca en todo el esplendor de su fronda exuberante y abigarrada. Pero ya antes de ese estallido en verde con todos sus tonos y matices, había precedido, pintado en las altas laderas, otro color desplegándose a modo de lance interminable a cargo de un capote celeste llevándolo, cual dicen los taurinos, embebido. Ocurrió como siempre hacia finales de abril, cuando montañas y montes cabreireses empezaron entonces a teñirse del color morado de la flor de las urces que cubren esas altas y más bajas laderas.
Se trata de una mancha alongada en ese lance sin fin que decía y que conduce a los ojos prendidos de su sedancia mágica, soñadores ojos que de pronto se sorprenden leyendo una melodía de maravilla en la ondulante partitura: evocando la copla célebre, podríamos aplicar a la montaña lo que la copla dice de la Lirio, que «se le han puesto las sienes moraítas de martirio». La montaña, las sienes: ahí queda esa conjunción emocionante entre la melodía presentida y la florescencia de una siembra que parece remitir a la autoría divina: aquel «polvo desprendido de Dios, al sacudirse las manos creadoras», dicho al modo magnífico de Cunqueiro.
Es agradable andar por la campiña en otoño, el aire llega tibio a la respiración y la luz fluye tan suavemente cernida que las distancias parecen difuminarse en forma de vagas lejanías. En primavera por el contrario lo que más apetecemos es detenernos a contemplar, porque ahora los colores parecen fulgir sobreimpresos en la claridad recién estrenada de los días. No es nada extraño, si otoño es lo que se aleja, inervándose, mientras que la primavera es lo que viene, despertándose.
Así pues, el color verde impone en el paisaje primaveral cabreirés toda la gama de sus matices, tal como los desarrollan las yerbas brotadas en las praderas y las hojas de los árboles y arbustos, desde el verde claro y tierno al oscuro que culmina en las encinas. En la amalgama irrumpe el amarillo, que viene asimismo con su pequeña paleta. Las hojitas de las retamas o escobas pintan un amarillo cadmio brillante, rematando las ramitas verdes a modo de botoncitos de tacto sedoso. Muy cerca los piornos yerguen su masa alborotada de ramas y florecitas, estas de un tono color maíz. Las ruecas de raposa son las últimas que aportan sus ramilletes al desfile amarillo, junto con los hinojos y los suyos, estos ya desembocando en el limón verde pálido. Por su parte, las flores de cantueso ponen su contrapunto en morado «de martirio» en el concierto floral. Eran con las de escoba recolectadas para adorno de la procesión del Corpus, esparcidas en las calles por donde pasaba el santo sacramento.
Todas esas manchas de color constituían la letra escrita en el cuaderno emocionante del paisaje, o si lo viéramos como partitura, las notas de una melodía en ella impresas. De pronto salen a la palestra los señores pájaros cantores, y sus cantos en estas fechas nos parece oírlos precisamente interpretando esas notas, esas melodías. Así, sonaba el mirlo su flauta afinada en sol mayor para una melodía en andante. Y el zorzal (llamado malvís en Cabrera) con su querella interminable derramada desde un alto chopo. Y el rey ruiseñor, vibrante y enamorado con sus innúmeras variaciones de un tema amoroso. Y el cuco: su canto de dos notas en intervalo de tercera menor descendente siempre suena lejano, emitido desde un bosquecillo de roble para caer en el paisaje como un conjuro lustral sobre los campos en flor. Todos desarrollan su fraseo musical para subrayar o quizá acentuar la melodía visual de las flores. Porque el paisaje es museo y sala de conciertos, confundidos así ambos cromatismos, visual y sonoro; las dos escalas, cromática y musical.
Estos, así ahora vistos, campos engalanados, y lluvia al margen, no siempre tuvieron este brillo carnal, esta musicalidad contigua y contagiosa. Es el terrazgo de siempre, pero ahora huérfano de los cultivos tradicionales, el centeno dominante en las laderas hasta bien arriba, con rincones ocupados por ringleras de vides ante el bosque en retroceso. El fondo o cuenco de los valles se reservaba para las cuidadas praderas y las huertas de patatas y verduras. Los colores por eso eran entonces más apagados en un paisaje más homogéneo. Ni museo ni sala de conciertos, más bien despensa; lo dijeron los antiguos: vivir es lo primero, tiempo habrá después para otros afanes y disfrutes. La lluvia ponía su parte indispensable en el adorno del paisaje, pero más importante que el decoro era la cosecha y una forma de asegurarla era la bendición litúrgica de esos campos en la primavera. Ahora bien, en los pueblos, la bien arraigada fe tradicional podía convivir sin mayor problema con un humor irreverente y socarrón. Se decía en Cabrera: «Val más cagaya d’ouveya que bendición d’oubispo». Nada de música, simplemente letra para una convicción pragmática y razonable.